El interés global concitado por los papeles de Wikileaks se explica principalmente por una razón muy simple, pero al mismo tiempo poderosa: porque revelan de forma exhaustiva, como seguramente no había sucedido jamás, hasta qué grado las clases políticas en las democracias avanzadas de Occidente han estado engañando a sus ciudadanos.
EL PAÍS ha asumido desde el principio el reto de revelar lo que el poder oculta y responder a la obligación profesional de informar a sus lectores.
Los cables muestran un desprecio constante por los procedimientos
1. La filtración y sus consecuencias. Cuando un viernes por la tarde del mes de noviembre Julian Assange llamó a mi teléfono móvil, apenas le podía oír. Entrecortada por la barahúnda habitual de un fin de semana en el aeropuerto de Roma, donde me encontraba aquel día de regreso a Madrid, la conversación fue extrañamente breve.
Assange habla despacio, sopesa con extremo cuidado cada palabra que pronuncia y su voz grave, como de barítono, tiende a volverse inaudible al final de la frase, característica esta que no facilita precisamente la comprensión. Momentos antes los carabinieri habían mostrado un interés especial por mi escaso equipaje, y en ese preciso momento se aprestaban a analizar las trazas químicas de un trapito blanco con el que previamente habían repasado todas las superficies de mi iPad, aunque nunca supe si era en busca de explosivos, de drogas o de las dos cosas.
Se trata por lo general de una situación que me intranquiliza, pero a la que ese día apenas presté atención. Assange, según entendí, estaba dispuesto a facilitar a EL PAÍS 250 mil comunicaciones entre el Departamento de Estado y las embajadas de Estados Unidos en una treintena de países, en lo que suponía de hecho la mayor filtración de documentos secretos de la historia.
Acordamos proseguir la conversación en otro momento más propicio y luego nos despedimos. Cuando retomamos el diálogo dos días después, esta vez ya en profundidad, empezaron a perfilarse con una claridad inusitada las gigantescas cuadernas del proyecto que ha venido luego a conocerse como el cablegate.
En paralelo me fui dando cuenta, con mayor precisión si cabe, de las importantes consecuencias que de todo ello se iban a derivar para la maquinaria diplomática de EE UU, para la reputación de su Gobierno, la de sus aliados, la de sus adversarios, para el futuro del periodismo y aun para el debate sobre las libertades en las democracias occidentales.
Hoy, tres semanas después de que The Guardian, The New York Times, Le Monde, Der Spiegel y EL PAÍS comenzáramos a publicar las informaciones que ahora todo el mundo conoce, me atrevería a afirmar que de todo este asunto se puede extraer ya una primera conclusión, siquiera provisional, pero muy importante según trataré de explicar luego.
Más que un agudo estado de crisis de seguridad supranacional, como anticiparon algunos, lo que verdaderamente se ha instalado entre las élites políticas en Washington y en Europa es una espesa atmósfera de irritación y de embarazosa contrariedad que resulta extremadamente reveladora del alcance y del significado real de los papeles de Wikileaks.
No fueron precisamente esos los augurios. Bien al contrario. Desde antes de publicarse la primera línea se sucedieron las más diversas admoniciones en contra, tanto en público como en privado. Portavoces en Washington advirtieron de la irresponsabilidad del empeño.
Los directores de los periódicos responsables del proyecto fuimos también debidamente advertidos de que la publicación del material que ya teníamos en nuestro poder -tanto las crónicas elaboradas por nuestras redacciones como los despachos en las que aquellas se basaban- pondría en peligro decenas de vidas, arruinaría nobles esfuerzos diplomáticos vitales para cimentar la lucha contra el terrorismo mundial y debilitaría de forma irremediable la coalición internacional encabezada por Estados Unidos, al exponer a sus socios a situaciones tan embarazosas que dificultarían o impedirían la colaboración entre ellos.
No me sorprendió pues que el presidente Barack Obama calificase las filtraciones de actos deplorables. Tampoco que la secretaria de Estado Hillary Clinton utilizase esos argumentos, casi con esas mismas palabras, durante su primera comparecencia ante la prensa en Washington para condenar las acciones de Wikileaks y lamentar la decisión que, sin atender a los ruegos de su Administración, finalmente tomamos los cinco periódicos que habíamos tenido acceso al material filtrado.
Lo que este comenzó enseguida a revelar dejó seguramente pequeñas las peores pesadillas del Departamento de Estado, al tiempo que levantó quejas amargas de diplomáticos en todo el mundo.
No solo quedaban al descubierto algunas de sus maniobras u órdenes menos confesables, sino que también se acumulaban pruebas del doble discurso de los aliados de Washington en los más diversos asuntos -muchos de ellos en clave estrictamente nacional-, que veían con estupefacción cómo la publicación de los despachos les dejaba en evidencia, ora frente a países vecinos y aliados, ora frente a sus conciudadanos, quienes descubrían con comprensible irritación opiniones, declaraciones o acciones de sus líderes que les habían sido convenientemente ocultadas.
2. América, haciendo su trabajo. No dispongo en estos momentos de información precisa, pero resulta evidente para cualquier observador que la Administración estadounidense llegó bien pronto a la conclusión de que su estrategia inicial de condenar las filtraciones, deplorar su difusión y predecir un apocalipsis diplomático como consecuencia inmediata de su publicación no surtía el efecto deseado. Así que pronto se articuló otra muy distinta que encontró con rapidez su camino en hartos editoriales y artículos de opinión en importantes periódicos, revistas y televisiones de Estados Unidos y de otros países.
Más que mentiras o engaños, los telegramas mostrarían las habilidades de los diplomáticos estadounidenses, según esta nueva interpretación apoyada sobre todo por medios conservadores. Más que sus fracasos, la información que se iba conociendo pondría de relieve cómo la maquinaria de Washington se conduce, in situ y en privado, según los mismos altos principios proclamados en público desde los púlpitos oficiales del Capitolio. Y en toda ocasión, América demostraría profesar más atención a los intereses de la seguridad internacional que a los suyos propios.
Como casi siempre y para desgracia de los españoles, se dio también una versión castiza de las exculpaciones anteriores, que devino en estrambote nacional cuando fueron los propios periódicos los que sostuvieron sin rubor que la mayor parte de los contenidos de los cables filtrados, y aun el conjunto de ellos en su totalidad, no pasaba de la categoría de cotilleos o chismes sin valor alguno para los ciudadanos en general y para sus lectores en particular, a los que consiguientemente se les hurtó la información.
No pocos comentaristas y tertulianos en España les siguieron en esa tosca argumentación, por pereza mental o por otras motivaciones igualmente espurias, ignorando así de forma bochornosa la oleada de interés público que la publicación de los papeles de Wikileaks ha suscitado en todo el planeta.
3. Mintiendo a los ciudadanos. Nada de lo anterior resultó cierto, naturalmente, como a estas alturas han podido comprobar por sí mismos los millones de lectores que han seguido con avidez la información en periódicos, webs, blogs y demás contenedores informativos en todo el mundo. Sería tarea vana dedicar mayor esfuerzo a refutarlo. Por el contrario, tengo para mí que el interés global concitado por los papeles de Wikileaks se explica principalmente por una razón muy simple, pero al mismo tiempo muy poderosa: porque revelan de forma exhaustiva, como seguramente no había sucedido jamás, hasta qué grado las clases políticas en las democracias avanzadas de Occidente han estado engañando a sus ciudadanos.
Lo mismo cabría predicar desde luego de Gobiernos con menor pedigrí democrático en otras zonas del mundo, lo que si se quiere resulta menos sorprendente y, desde luego, constituiría materia de otro ensayo.
Baste reseñar aquí el inicial júbilo de la dictadura cubana, que celebró con alborozo los apuros por los que previsiblemente iba a pasar Washington en los días siguientes. Júbilo que se trocó primero en incomodidad al trascender los relatos sobre el grado de implicación de sus agentes secretos en Venezuela y otros países latinoamericanos, así como el nivel de deterioro de su economía, y que acabó luego en insultos a este periódico y a su grupo editor.
La lista de argucias que dejan al descubierto los papeles de Wikileaks es larga, y no pretendo aquí realizar un recuento exhaustivo. La enumeración de algunas de entre ellas, sin embargo, sí resulta imprescindible para la argumentación de este esbozo, pues la mayoría afecta a los fundamentos democráticos de nuestras sociedades, así como a su correlato moral en unos tiempos de creciente escepticismo de los ciudadanos con sus gobernantes.
Decenas de miles de soldados libran en Afganistán una guerra que sus respectivos primeros ministros o presidentes consideran de imposible victoria. Decenas de miles de soldados sostienen con sus esfuerzos a un Gobierno cuya corrupción es conocida y tolerada por aquellos que les enviaron a luchar.
Según revelan los despachos de Wikileaks, ninguna de las principales potencias occidentales involucrada cree firmemente en la posibilidad de que el país sea viable a medio plazo, por no hablar ya de su altamente hipotético ingreso al club de las democracias, objetivo declarado de los combatientes.
Así que a nadie debería sorprender que el vicepresidente afgano traslade al extranjero millones de dólares en maletines con el consentimiento de sus patronos en aras de mantener la fachada de que el país asiático cuenta con un Gobierno si no decente, al menos semisolvente.
Pakistán se ahoga en la corrupción, mantiene un arsenal nuclear en tan lamentable estado que cabe razonablemente temer por su seguridad y ayuda a grupos terroristas que se emplean a fondo contra India y en países de Occidente.
Dinero en abundancia proveniente de donantes en Arabia Saudí o los emiratos del Golfo financia también el terrorismo de grupos suníes sin que Estados Unidos denuncie a sus firmes aliados en la región como potencias del mal ante las tribunas internacionales.
Clinton o alguno de sus subordinados más directos ordenó espiar en la ONU no solo a un grupito de países raros -sospechosos desde siempre por su excentricidad en la geopolítica global y sobre cuya necesidad de ser espiados parece existir consenso entre los más desenvueltos- sino al propio secretario general de la organización sin que este, que se sepa, haya exigido explicación alguna a semejante violación de su estatuto internacional.
Parecería ahora, a tenor de aquellos que sostienen que los papeles de las embajadas no contienen novedades de envergadura, que los ciudadanos estaban ya al corriente de todo lo anterior, así como del resto de exclusivas de impacto que han inundado las primeras páginas de los periódicos de todo el mundo durante dos semanas.
No voy a insistir más en la falacia de tal aseveración. Me interesa más señalar que la publicación de los cables secretos revela por añadidura que, colectivamente, la clase política en Occidente era consciente de la situación en Afganistán, de las turbias maquinaciones de Pakistán o de las ambigüedades de los países árabes aliados de Washington, por limitarme únicamente a los ejemplos antes citados, en un ejercicio de doble moral sin muchos precedentes conocidos.
Sabían, pero ocultaban. Y los destinatarios de semejante impostura eran sus electores, las sociedades con cuyo esfuerzo en soldados y en impuestos se sostiene la guerra en Afganistán. No me parece ya exagerada la comparación de agudos observadores, como John Naugthon, cuando señalan que el régimen de Karzai resulta igual de corrupto y de incompetente que el Vietnam del Sur sostenido por Estados Unidos en los setenta. Y que Washington y la OTAN se están hundiendo en una ciénaga, la afgana, cada vez más similar a la que sufrió Estados Unidos con el régimen de Saigón hace cuarenta años.
4. La incompetencia de las élites políticas. Sin duda argumentarán los más cínicos que nada de todo esto resulta ajeno a la forma en la que tradicionalmente se ha conducido la alta política internacional, y que el correlato objetivo del oficio consiste precisamente en el mantenimiento de los secretos diplomáticos, sin los cuales el mundo resultaría más ingobernable si cabe y por ende más peligroso para todos. Las clases políticas a ambos lados del Atlántico vienen por ello a transmitir un mensaje tan sencillo como ventajista: confíen en nosotros; no intenten desvelar nuestros secretos; a cambio, les ofrecemos seguridad.
¿Pero cuánta seguridad ofrecen realmente a cambio de aceptar tamaño chantaje moral? Poca o ninguna, pues se da la triste paradoja de que se trata de la misma clase política que se mostró incapaz de supervisar adecuadamente el sistema financiero internacional cuyo estallido provocó la mayor crisis desde 1929, arruinó a países enteros o condenó al desempleo y a la depauperación a millones de trabajadores.
Los mismos responsables del deterioro de los niveles de vida y de riqueza de sus conciudadanos, del incierto destino del euro, de la falta de un proyecto europeo de futuro y en fin, de la crisis de gobernanza global que atenaza al mundo en los últimos años y a la que no son ajenas las élites en el poder en Washington y Bruselas. No estoy seguro de que mantener ocultos los secretos de las embajadas nos garantice una mejor diplomacia o un desenlace más benigno a las encrucijadas actuales.
Las incompetencias de los Gobiernos occidentales respecto a la crisis económica, el cambio climático, la corrupción o la agresión militar ilegal en Irak y otros países han quedado abundantemente expuestas ante la opinión pública en los últimos años. Ahora sabemos además, gracias a los papeles de Wikileaks, que todos ellos son conscientes de su desgraciada falibilidad, y que solo la inercia de las maquinarias oficiales y el poder de mantener los secretos les evitan tener que rendir cuentas ante los ciudadanos, razón última en una democracia.
Ese poder inmenso, el de evitar que la verdad aflore, el de mantener secretos los secretos, es el que ahora, siquiera de forma parcial, limitada, aleatoria han venido a quebrar las revelaciones que nos ocupan.
Comprendo bien que, ante semejante destrozo en sus reputaciones, tanto para el Gobierno de Estados Unidos como, en un tono menor, para sus aliados occidentales resulte irresistible centrar la culpa en Julian Asssange.
Ahí creen tener un blanco fácil. ¿Cuáles son sus motivaciones? ¿Qué inconfesables procedimientos emplea? ¿Por qué y bajo qué condiciones cinco grandes medios de prestigio internacional accedieron a colaborar con él y con su organización? No son preguntas ilícitas, naturalmente, y han sido contestadas a satisfacción en los últimos días por los directores de los cinco periódicos que hemos llevado adelante este proyecto, pese a que el martilleo oficial -o peor aún, el martilleo sicario que se embosca en ciertos periódicos y televisiones- insista una y otra vez en lo contrario.
5. Assange y los procedimientos. Aunque el director adjunto de EL PAÍS, Vicente Jiménez, y el subdirector Jan Martínez Ahrens mantuvieron varias reuniones con él en Suiza, yo solo conozco a Assange de un encuentro en persona en Londres que se alargó muchas horas y del par de conversaciones telefónicas que he relatado al inicio de este texto.
Insuficiente desde luego para que pretendiera esbozar aquí un perfil con el imprescindible rigor periodístico. Pero sí bastante para dar testimonio de que lo único que se discutió en todos los encuentros fue la conveniencia de acordar un calendario común de publicación y la exigencia de proteger nombres, fuentes o datos que pudiesen poner en riesgo la vida de personas en países en los que la pena de muerte sigue vigente, o en los que no rige el Estado de derecho como se disfruta en Occidente.
Ni hubo petición de contraprestación económica alguna por su parte ni EL PAÍS la hubiese aceptado. Los papeles, en sí, ofrecen una fiabilidad fuera de todo cuestionamiento y nadie, ni siquiera en las filas de los adversarios de su publicación, empezando por la Administración estadounidense, ha dudado de su autenticidad.
Tanta obcecación por centrar la atención en Assange y sus métodos, tanto interés por escrutar sus motivaciones, tantas maniobras por destruir su reputación personal contrastan sin embargo con la colosal falta de respeto, cuando menos, que los diplomáticos estadounidenses muestran hacia las legislaciones, las normas y los procedimientos de los países en los que ejercen su oficio, empezando por España, a juzgar por los cables publicados.
Lo más importante de las revelaciones de Wikileaks son sin duda alguna las propias revelaciones, pese a que gran parte de la cobertura mediática sobre Assange haya preferido hurgar en los supuestos pactos inconfesables con los periódicos que hemos difundido las informaciones, en la financiación de su organización, en su pretendida opacidad o en unas acusaciones de agresión sexual cuya endeblez, a expensas de lo que finalmente determine la justicia sueca si se produce la extradición, no deja de resultar inquietante.
Y pese al fascinante debate que se ha abierto sobre el futuro del periodismo y las nuevas tecnologías en la era de Wikileaks, tampoco debería este centrar ahora todo el interés de los periodistas. Resulta de todo punto imprescindible insistir por ello en que nos encontramos ante noticias de cuya importancia solo fingen dudar aquellos interesados en ocultar los daños que han causado en nuestras democracias.
Más allá de lo que determinen las leyes, después de quince días de revelaciones ha quedado meridianamente claro que la Embajada de Estados Unidos en Madrid presionó, conspiró e hizo lo posible y lo imposible para lograr aquello que, en público, ningún embajador se hubiese atrevido ni siquiera a sugerir, no digamos ya exigir.
Todos los casos son graves, y no es cuestión aquí y ahora de extenderse en cada uno de ellos. Pero a ningún observador atento se le escapa que las maniobras para conseguir el archivo de los tres casos en la Audiencia Nacional que de una manera u otra afectaban a Estados Unidos, así como las gestiones para forzar a bancos y empresas españolas a abandonar los negocios que de acuerdo con la legislación internacional realizaban en Irán comparten una misma característica: el desprecio por la legislación española, y aun por la internacional.
Que los jueces españoles sean ferozmente independientes, como recordó a la embajada en más de una ocasión el fiscal general o algún ministro, o que ninguno de los bancos u empresas con transacciones en Irán violase ninguna norma, no ya española, sino tampoco de rango internacional, no fue óbice para el ejercicio de las presiones más obscenas, de las que hemos publicado hasta los últimos detalles.
6. Los daños morales. Desconozco de quién partió la orden. No sé si se trató de una directiva recibida de Washington o fue producto del espíritu emprendedor del propio jefe de la legación. Pero la determinación en ambos asuntos, por lo que conocemos del relato detallado de los hechos, fue rotunda: cerrar los casos de la Audiencia Nacional a como diese lugar e impedir los negocios con Irán de firmas españolas.
No se dudó para ello en emplear cualquier método, sin reparar en los costes. Y los costes fueron altos. A expensas de que se haya podido cometer algún delito tipificado en el Código Penal que convendría aclarar debidamente, del embrollo en la Audiencia Nacional quedó en la retina de los españoles la excesiva promiscuidad con la embajada de ministros y fiscales, la sensación de un doble discurso, de una doble moral, de un paisaje demoledor para la salud democrática de este país.
De forma similar, los diplomáticos estadounidenses en Berlín advirtieron al Ejecutivo alemán de las graves consecuencias de proseguir con el procedimiento legal contra los agentes de la CIA acusados de secuestrar a Khaled El-Masri, ciudadano germano, y trasladarlo a Afganistán para ser interrogado bajo tortura.
El-Masri fue posteriormente abandonado en Albania toda vez que los agentes descubrieron que habían secuestrado a la persona equivocada. El secuestro y la tortura son delitos graves. Ningún Gobierno, tampoco el de Estados Unidos, debería contemplarlos con la indulgencia que transpiran los documentos secretos. Presionar a un Gobierno aliado para evitar que los acusados sean investigados resulta inaceptable y, francamente, encaja con dificultad con la idea de que los papeles de Wikileaks muestran tan solo a diplomáticos estadounidenses haciendo mal que bien su trabajo.
Otro tanto cabría predicar del caso de las empresas y bancos españoles en Irán. Para clausurar sus magros negocios en el país de los ayatolás y sus minúsculas oficinas de representación, en el caso de los bancos, se recurrió a conseguir información del Banco de España que el mismo subgobernador, a la sazón José Viñals, se encargó de recabar y hacer llegar a la Embajada.
Leí con interés las explicaciones de los portavoces del banco central. A mí no me tranquilizaron. Y puedo imaginarme que la misma sensación que tuve de que la Embajada estadounidense dispone de un poder excesivo sobre los principales organismos de este país la habrán compartido muchos ciudadanos, conscientes de la importancia de la independencia y la dignidad de las instituciones en una sociedad democrática.
La distancia entre los objetivos y los medios empleados para conseguirlos resulta por ello de una desproporción devastadora. El caso Couso sigue abierto, un desarrollo que en última instancia honra y salva al sistema judicial español. Los raquíticos intercambios comerciales y financieros de las empresas y bancos españoles afectados de poco servían para avanzar la causa de los ayatolás, ciertamente inquietante por lo demás.
Pero a cambio de lograr tan escuálido resultado no se dudó en violar todos los procedimientos. Una democracia se compone de los más diversos elementos, instituciones y normativas: elecciones con regularidad, jueces independientes y prensa libre, entre muchos otros. En la base se encuentran los procedimientos. Cuando se atropellan estos últimos, se pone en riesgo todo lo anterior.
Eso es lo que, en última instancia, muestran los papeles de Wikileaks: un desprecio constante por los procedimientos incompatible no solo con el funcionamiento de las instituciones de un país sino también, o especialmente, con la mejor tradición legal y democrática de Estados Unidos. De paso, en su destrozo, daña más allá de cualquier reparación posible la imagen de tantos Gobiernos que muestran, a la luz de lo revelado hasta ahora, una necesidad de acomodo y una triste desnudez moral que resulta patética a ojos de los ciudadanos.
Es de justicia aceptar que existe una distinción fundamental entre el Gobierno elegido por los ciudadanos de un país, temporal siempre en su ejercicio del poder, y el aparato militar, burocrático o diplomático en el que aquel se sostiene, pero al que no siempre controla, o lo hace de forma superficial, que en numerosas ocasiones funciona al margen y casi siempre con un deficiente grado de rendición de responsabilidades.
Esta idea antigua, formulada hace ya cien años por Theodore Roosevelt en su plataforma progresista de 1912, es lo que las revelaciones contenidas en los papeles filtrados vienen tristemente a certificar.
No digo que Obama o Clinton no deban ofrecer explicaciones. Me limito a constatar que casi todo lo que hemos conocido por los cables tuvo lugar al margen e independientemente de quién ocupaba la cúpula del poder en Washington. Que con seguridad sucedía de forma similar antes de tomar posesión la actual Administración demócrata y con probabilidad seguirá sucediendo cuando esta haya abandonado la Casa Blanca.
7. Las obligaciones de los periódicos. El poder detesta la verdad revelada, escribía sir Simon Jenkins en The Guardian a propósito de Wikileaks. Yo añadiría que, sobre todo, el poder teme la verdad cuando la verdad no coincide con su discurso. Aquel viernes en que recibí la primera llamada telefónica de Assange supe de inmediato que EL PAÍS tenía entre manos una gran historia, y que nuestro deber era publicarla.
Vinieron luego las conversaciones con el resto de diarios, la evaluación de los pros y los contras, el cuidadoso sopesar de las consecuencias, los días y las noches y de nuevo los días de cavilaciones.
Pero hubo algo que nunca, nadie de los que participamos en todo el proceso puso jamás en duda: lo verdaderamente responsable, lo legal y lo importante para las sociedades democráticas a las que nos dirigimos -y con cuyo impulso y progreso nos sentimos comprometidos- era dar a conocer la historia. Revelar lo oculto constituye la piedra de toque definitiva del periodismo comprometido, y nuestra raison d'être última.
Publicar informaciones confidenciales, reservadas o cuyas consecuencias políticas, económicas o sociales exceden de lo común plantea siempre un dilema, sobre todo si se trata de documentos de los que los Gobiernos puedan aducir, con razón o sin ella, que amenazan la seguridad nacional o la vida de determinadas personas. Dar a conocer esas informaciones pone a prueba algunos límites morales. Por supuesto, también tantea los contornos de determinadas normas legales. A veces puede ser irresponsable. Y siempre resulta incómodo.
Los papeles del Departamento de Estado no han sido una excepción. Y en verdad no suelen darse tantas: en mis casi cinco años como director de este periódico la situación no se ha producido en más de una decena de ocasiones. Puedo entender las objeciones oficiales a hacer públicos ciertos detalles, operaciones aún en marcha, nombres o lugares por el alto riesgo que su publicación comporta.
A evitarlo los periodistas de EL PAÍS han aplicado toda su capacidad profesional, que es mucha, así como a proveer del contexto necesario una información que de por sí puede resultar prolija en exceso y difícil de seguir en todas sus consecuencias.
No comparto, naturalmente, otras objeciones. Sobre todo aquellas que persiguen mantener ocultos hechos que no ponen en riesgo más que la carrera política o la estatura moral de quien ha emitido opiniones francas, en demasiadas ocasiones contrarias a aquellas que sostiene en público, en el convencimiento de que su doble juego no corría riesgo alguno de acabar en las primeras páginas de cinco periódicos de alcance internacional.
Soy consciente de que publicar esta información pese a las objeciones de los Gobiernos supuso correr determinados riesgos. Pero también sé que nos resultaba de todo punto impensable escamotear a los lectores de EL PAÍS, a ambos lados del Atlántico, el relato detallado de lo que nuestros Gobiernos, así como el de Estados Unidos, hacen en nombre suyo, en el convencimiento de que, finalmente, la información redundará siempre en un ciudadano más comprometido con la democracia.
Es tarea de los Gobiernos, no de la prensa, mantener los secretos mientras puedan, y no seré yo quien discuta su derecho, ciertamente legítimo, a hacerlo así siempre que ello no encubra hechos dolosos o engaños a los ciudadanos.
Pero el principal de los deberes de un diario consiste en publicar aquello que haya averiguado, y en buscar las noticias allá donde las pueda conseguir. Como dije ya en un chat con los lectores de EL PAÍS, los periódicos tenemos muchas obligaciones en una sociedad democrática: la responsabilidad, la veracidad, el equilibrio y el compromiso con los ciudadanos. Entre ellas no se encuentra la de proteger a los Gobiernos, y al poder en general, de revelaciones embarazosas.
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