domingo, 20 de marzo de 2011

La escritura como terapia.

La escritura como terapia grafológica. Este método (que le fue sugerido a Mario Levrero por un amigo loco) parte del presupuesto de que el cambio de letra puede producir cambios psíquicos en un sujeto. El moderado objetivo del uruguayo Mario Levrero, en los comienzos de su libro El discurso vacío , es ejercitar la escritura manual para intentar obtener una escritura legible y, meta más ambiciosa, unificar el tipo de letra (abandonar su viejo estilo, que combinaba arbitrariamente la letra manuscrita y la de imprenta).

Su propósito era tratar de conseguir un tipo de escritura continua –sin levantar el lápiz– con lo que aspiraba a alcanzar una mejora en la atención y continuidad de su pensamiento, por entonces bastante disperso.

El discurso vacío me produce arrebato. Es una novela, un diario íntimo, un ensayo sobre las interrupciones, un ejercicio grafológico y sobre todo un ejercicio literario. Es, además, el comienzo de una saga que continúa con La novela luminosa , un libro póstumo de 2005 con prefacio histórico, prólogo, epílogo, un registro minucioso de manías, rituales, costumbres pornógrafas y perniciosas, fotofobias, agorafobias, una operación de vesícula, sueños.

“El antidepresivo comencé a tomarlo hace un mes no porque creyera necesitar un antidepresivo, sino porque se publicitó ampliamente como una importante ayuda para dejar de fumar. No dejé de fumar, al menos no todavía, pero sí descubrí que necesitaba tomar un antidepresivo porque estaba deprimido y no me daba cuenta.”

Una obra “libre de afectación y de acento”, como dijo Luis Chitarroni, de quien “quiere escribir para contar la experiencia intransmisible de seguir vivo”, y que termina escribiendo, “con sigilo”, sobre la imposibilidad de escribir. (Escribir que no se puede escribir, también es escribir. Robert Walser según Enrique Vila-Matas).

A los diecisiete años yo escribía con una pluma que mojaba en un tintero, apoyada sobre un piano de una casa ajena (a la sazón solía dormir en el sofá del living, en calidad de huésped, de diversas casas de amigos de mis padres; esta vez me había tocado convivir junto a un piano que veneraba). No escribía frases con sentido, sólo dibujaba las palabras que imaginaba podría escribir Eugenia Grandet, el personaje de Balzac, cuando hacía la lista de compras para abastecer la escuálida alacena de su casa de Saumur.

En su niñez, Jean Paul Sartre transcribía relatos de una revista trimestral ilustrada. Pero no se consideraba un copista porque retocaba, rejuvenecía, cambiaba los nombres de los personajes. “Esas ligeras alteraciones me autorizaban a confundir la memoria y la imaginación.

En mi cabeza se formaban unas frases nuevas y totalmente escritas con la implacable seguridad que se otorga a la inspiración. Yo las transcribía, ellas tomaban para mí la densidad de las cosas. Si, como comúnmente se cree, el autor inspirado es en lo más profundo de sí mismo, otro distinto de sí, yo conocí la inspiración entre los siete y los ocho años” ( Las palabras ).

Como yo, que por medio del tintero y la pluma convocaba al espíritu de una heroína decimonónica para que se corporizara en mí, Sartre a veces detenía la mano, fingía que dudaba para sentirse, con la frente ceñuda y la mirada alucinada, un escritor.

En su texto autobiográfico El caballo de Nietzsche , el narrador árabe Abdelfattah Kilito cuenta su niñez como copista de los clásicos de la literatura y, luego, como aprendiz de escritor: “Cada mañana, al despertarme, abría un cuaderno virgen y esperaba a que se produjese el milagro. Lo único que me venía a la mente eran frases de libros que había copiado. Estaba habitado por las palabras de otros. Incrustadas en mi memoria, constituían una riqueza molesta de la que no era capaz de deshacerme”.

Lejos de mi frivolidad, y aún más lejos de la arrogancia del niño Sartre, en ocasiones Walser trabajaba como copista en la Cámara de Escritura para desocupados de Zúrich. Bartleby, el escribiente de Herman Mellville, vive en la oficina, donde copia durante interminables horas del día y de la noche, incluso los domingos. Hay, sin embargo, una arrogancia en esa modestia suprema, cierta altivez en la humildad, en la renunciación de esos escritores del no, como los llama Vila-Matas. “La obediencia de Walser, como la desobediencia de Bartleby, presupone una ruptura total” (Roberto Calasso).

Los relatos de Melville y Kafka, dice Jacques Rancière, se convierten en experiencias de pensamiento (como los textos de Levrero). Las transcripciones de los copistas Bartleby o Walser, de los copistas en un sentido general, entre otras ventajas pueden obligar al sujeto a reconocer sus limitaciones, a hacerlo más humilde, a practicar la modestia de Levrero (la soberbia modestia de Levrero) en el acápite de La novela luminosa : “Las personas o instituciones que se sientan afectadas o lesionadas por opiniones expresadas en este libro deberán comprender que esas opiniones no son otra cosa que desvaríos de una mente senil”.

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