viernes, 18 de marzo de 2011

México, el terremoto que viene.

Por Raymundo Rivapalacio.

El terremoto en Japón fue monumental por cuanto a energía liberada. Al menos 9 grados en la escala de Richter —más de seis veces la magnitud de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki juntas— que provocó un tsunami que ya lleva cinco mil 500 muertos. Fue la ola de 10 metros que penetró cinco kilómetros sobre la isla la causante, hasta ahora, de la mayor tragedia que se contuvo por los severos códigos de construcción, la infraestructura y la enorme educación y cultura sísmica japonesa. ¿Pero qué sucedería en México con un terremoto de esa magnitud?

La pregunta surgió rápidamente ante la tragedia japonesa, pero no es una interrogante en la cual no se haya pensado a nivel institucional. Al menos una vez por año en lo que va del sexenio, el presidente Felipe Calderón ha convocado a reunión especial de gabinete para revisar los protocolos de seguridad y repasar los escenarios de terremotos y tsunamis de distinta magnitud y origen que se han elaborado. En los próximos días, en el contexto de la tragedia en Japón, el gabinete se reunirá para volver a problematizar su constante pesadilla.

Todos los expertos en norteamérica sostienen que “viene” un terremoto devastador en California y en México. Nadie sabe cuándo, pero están convencidos de que vendrá, y superior en cualquier caso a 8 grados Richter —la magnitud del de México en 1985—. Expertos, gobierno y población sabrán que esa hora llegó con 50 segundos de anticipación, si las alarmas sísmicas funcionan adecuadamente.

Prácticamente nadie tendrá tiempo de bajar de un edificio ni los niños en las escuelas podrán llegar con celeridad al patio central. El transporte público sufrirá el embate en movimiento y no evacuará a sus pasajeros. En ese primer momento se verá si los reglamentos de construcción se cumplieron y estuvieron a la altura de la teoría de su resistencia.

Pero por más dramático que se escuche, no hay que entrar en pánico. Un terremoto superior a 8 grados no es muerte segura ni mucho menos, y desde 1985 los códigos de construcción se han modificado para hacerlos más rigurosos, junto con una campaña de educación sísmica a través de permanentes simulacros. Un terremoto en México —hipotéticamente de esa magnitud— se ha visualizado frente a las costas de Oaxaca, Guerrero o Michoacán, donde se enciman la Placa Norteamericana y la Placa de Cocos, cuyo choque provocó la tragedia hace 26 años.

En los escenarios que se han corrido, el gobierno federal está tranquilo en cuanto a las instalaciones estratégicas, porque ante cualquier daño en plantas petroleras, de energía, presas, puentes o carreteras, su capacidad de respuesta se cuenta en minutos al estar concentrada toda la información en tiempo real en Plataforma México, mientras el Ejército es capaz de instalar campamentos para cinco mil personas eventualmente desplazadas, en un máximo de dos horas en cualquier ciudad del país. La participación federal no es lo que genera preocupación.

Por el rigor con el cual se han mantenido los reglamentos en la ciudad de México —la de mayor densidad poblacional en el país— y la colaboración casi perfecta entre los gobiernos federal y local, el temor de una tragedia es inferior en la capital que en muchas otras partes del país. Las visiones apocalípticas entre los planeadores de la gran operación de emergencia se encuentran en otras entidades que normalmente han estado fuera del ojo nacional cuando hay terremotos.

Los estados costeros en el Pacífico han desarrollado sus planes de contingencia, y su experiencia sísmica ha reducido el cobro de vidas humanas. Pero hay otros que hasta ahora han corrido con suerte. El caso más claro es Morelos, que se encuentra en la ruta de la devastación que produce el choque de placas, pero que la intensidad de los terremotos hasta ahora no ha sido lo suficientemente letal para que les afecte.

Un terremoto de nueve grados puede contar otra historia para estados como Morelos, donde está ausente una visión clara en las autoridades sobre una eventualidad de esa magnitud.

Nunca es tarde hasta que sucede, y el terremoto de Japón con su subsecuente tsunami es una importante alerta para México y los mexicanos. No para entrar en pánico ni para paralizarse, sino para mantener encendida la conciencia y no relajarse, para revisar conductas individuales y participación colectiva. Prepararse para lo peor reduce el tamaño de la tragedia y puede ser la diferencia entre vivir y morir.

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