domingo, 20 de marzo de 2011

Un día en la vida de Freud.

Un día en la vida de Freud
Jorge Fernández Díaz

Abrió la mañana del viernes con un negador. El psicólogo estaba todavía un poco dormido, pero fijaba sus ideas en una libreta. Una vez, en la prehistoria, alguien le había producido a su paciente una herida profunda. El hombre, en carne viva, acusó el golpe, se revolvió en el dolor, nadó en el insomnio y cicatrizó en el olvido.

A partir de entonces levantó paredes y fabricó corazas, y con el tiempo desarrolló un mecanismo interno por el cual las compuertas, al mínimo impulso, se cerraban, y las críticas de sus amigos y las flechas de sus enemigos se deshacían como las míticas alas de cera acercándose al sol. El avión de su conciencia evitaba los pozos de aire y sus ojos, castigados por la luz cegadora de los conflictos, miraban para otro lado.

Lo acusaban de indolencia y abandono, y de no querer escuchar lo que no le convenía. Pero él no reconocía la falencia, y se había convencido de que su vida era magnífica. A veces la realidad le daba una cachetada, y resultaba que su hijo era encontrado en el baño del colegio tomando cerveza, su mujer había engordado treinta kilos en dos años, su jefe lo destinaba a un puesto degradante y su clínico lo derivaba de urgencia a cardiología.

Pero rara vez estas calamidades se daban todas juntas, de modo que el negador podía tomarlas una por una para ir negándolas y reduciéndolas a la nada. "Nunca subestimes el poder inconmensurable de la negación", anotó el psicólogo en su libreta.

A las 9 atendió a una mujer casada que le era dolorosamente infiel a su marido: mantenía un amante para salvar su matrimonio y eso la llenaba de culpas. Una hora después llegó una anciana distinguida y atravesada por el dolor, que intentaba sobrevivir al largo duelo de su viudez.

Su esposo se había suicidado sin dejar una nota o motivo. El resto de la mañana consistió en sofrenar a un seductor serial y en animar la libido de una chica reprimida. A veces, había que humedecer las brasas y en otras ocasiones había que atizar el fuego.

A mediodía, cuando sólo había probado unas galletitas con un Nescafé, el psicólogo prestó su consultorio para una terapia de pareja. Era la tercera vez que venían y el profesional estaba seguro de que debían separarse por el bien de los dos, pero los llevaba hasta el límite para ver si realmente lo que los unía era más fuerte que lo que los distanciaba. Tuvo la intuición, al final, de que no volverían.

La tarde comenzó con un hombre aquejado por el mal del no vivir. Tenía una esposa atractiva y cariñosa, hijos de buena salud, una casa espléndida, un trabajo bien rentado. Pero no era feliz. Se sentía atrapado en una no vida y en un no lugar confortable y frío. El psicólogo detectó palabras cruciales que su madre había pronunciado en la adolescencia: "Sos el único hombre que me ha sostenido, hijo. Los otros hombres son una porquería".

Su inconsciente, por lo tanto, le ordenaba sostener a las mujeres más allá de que no las amara, y bajo el peligro de convertirse en una porquería viviente. "¿Está sugiriendo que he dejado de querer a mi esposa?", le preguntó el paciente, un poco enojado. El psicólogo no respondió.

Cerca de las 15 apareció, como siempre, un gay no asumido para una sorda batalla dialéctica. A las 16 llegó una chica que no podía lidiar con su padre, y el psicólogo trató de ayudarla a configurar sus argumentos. "A veces somos dominados porque no tenemos los argumentos necesarios para hacernos escuchar", anotó en su libreta. Recordaba a un viejo paciente que, como carecía de argumentos para cancelar una boda, se había arrojado de un quinto piso. Con buena suerte: pegó en un toldo y después de un año de reparaciones estaba como nuevo y con ganas de casarse. Pero con otra mujer.

Insufló un poco de autoestima a un pibe educado en el sufrimiento y guió una segunda terapia de pareja donde el núcleo del disturbio estaba en los malentendidos que se prodigaban por una vieja y secreta afrenta.

El psicólogo, completamente agotado, llegó a su casa cerca de las diez de la noche. Sus hijos no lo habían esperado para cenar. Su esposa lo saludó con indiferencia y siguió chateando como posesa. Su madre le dejó un mensaje en el contestador automático recordándole que se diera una vacuna contra la gripe. Hizo zapping media hora y se quedó dormido en el sofá. Soñó que era otro.

jdiaz@lanacion.com.ar

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