lunes, 4 de abril de 2011

Cioran, el ser humano.

Por Juan Sasturain

En algún lugar de su obra del que no quiero o no puedo acordarme, Cortázar cuenta que, durante una entera velada nocturna, escuchó intrigado –pero sin pestañear ni preguntar, por pudor a quedar en orsai culturoso– cómo alguien hablaba largamente de la originalidad, del talento, de la inventiva de una tal Sara, de quien nunca daba el apellido porque suponía que todos la deberían conocer. Julio y el resto terminaron entendiendo –tarde y mal, como siempre– que la Sara tan mentada no era otra/o que Tzara, Tristán Tzara, el dadaísta genial, que sin duda se hubiera divertido mucho con la situación...

Supongo que lo mismo le pasaría al tremendo E.M. Cioran –que jamás perdió el humor– si le hubiera tocado asistir al equívoco fonético del que he sido testigo en alguna ocasión memorable. Es cierto. A Cioran nada de lo humano (y lo rumano) le era ajeno, parafraseando al admirado Oberman de Senancuor. Ambas condiciones que trajo puestas de salida resultaron a la larga inseparables, aunque más no fuera para negarlas, o para definirlas desde la negación, su gesto primordial: Cioran es el que no se come una, el que no compra nada, ni la patria, ni la Historia; ni el “nosotros”, ni la ciencia. Cree en la Caída sin religión: la caída en la Historia.

Cree en que hubo un Error irreparable en el principio, y que ya está. Es por eso el saludable defensor del derecho absoluto a decir que no a ningún sentido externo. Y a construir (sólo y lo que se pueda y quiera) desde ahí.

Viene al caso recordarlo porque en estos días, el viernes 8, se van a cumplir cien años del nacimiento de Emile Michel Cioran en la aldea rumana de Rasinari, en tiempos en que esa tierra pertenecía al Imperio Austro–Húngaro. Hijo de un sacerdote ortodoxo, estudió filosofía en Bucarest, publicó su primer libro, En las cumbres de la desesperación –en el cual ya estaba todo– a los 23 años, y en 1937 se fue a Francia con una beca y siguió escribiendo en rumano y publicando en su país.

A fines de los años ’40 adopta la lengua francesa en su escritura y con Précis de décomposition (Breviario de podredumbre, según la desmesurada traducción castellana), de 1949, comienza a ser conocido en Occidente. Tenía ya 38 años y no vendió ni esos mil ejemplares, pero la crítica lo reconoce. Con los años vendrán los otros libros, la adopción del aforismo y de la segmentación como instrumento directo e inmediato para fijar sus intuiciones: Silogismos de amargura, Desgarradura, La tentación de existir, Del inconveniente de haber nacido, La caída en el tiempo, etcétera.

Con ellos, la paulatina, inesperada celebridad, los lectores universales. Orgulloso de su privacidad y de su derecho al ocio, vivirá siempre modestamente, primero en hoteles y después en su departamento de un sexto piso con vista al Barrio Latino. Rechazará premios y sobrevivirá a la propia fama. E.M. Cioran murió en París –tenía Alzheimer– en 1995.

Incómodo, maravilloso personaje en todo sentido, este Cioran. Siempre vale la pena: es necesario volver para pelearse (con él o con uno), para desvelarse (como él), para darle una razón que no “sirve” –sólo aparentemente– para nada. La lucidez de Cioran –incluso en el sarcasmo– no es soberbia, ni patética. El jode, patea el tablero: no predica, ni propone. Si se lo pega a los existencialistas canónicos de la metrópoli de posguerra (Sartre y Camus, digamos), Cioran desentona para bien.

Se toma menos en serio; su escepticismo es menos racionalista que sentimental. Como los otros rumanos coetáneos “europeos” del tácito equipo de exiliados, los más etiquetables Ionesco y Eliade, Cioran hace pie en París y con él trae una melodía diferente, una tonada primitiva y romántica en su desmesura.

No resulta casual entonces que –como dijo en varios reportajes y recordaba hace un tiempo Eduardo Febbro en una hermosa nota de Radar– a Cioran le gustara el tango. Le gustaba nuestra música apasionada y melanco, del mismo modo que disfrutó siempre de las melodías gitanas magyares, hechas a golpes de sentimiento.

Cuenta Febbro que una vez, estando con Cioran en su casa, le tradujo la letra de un tango que disfrutaba sin entender las palabras. Era “Naranjo en flor”: “Primero hay que saber sufrir / después amar, después partir / y al fin andar sin pensamiento”. Admirado en esos versos de Homero Expósito, el viejo escéptico, el rumano universal, supo y dijo que encontraba la encarnación misma de su filosofía.

Lo dicho: conviene volver cada tanto a Cioran, abrirlo en cualquier lado y –sobre todo– abrirse uno a lo que venga. Sobre todo cuando los ruidos de la Historia, o el tumulto de sus habituales sucedáneos berretas, no nos dejan escuchar esas verdades que suele revelarnos el insomnio tan temido.

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