miércoles, 20 de abril de 2011

Después de las tinieblas espero luz.

Por Carlos Martínez García

Después de las tinieblas, espero luz. Esto es lo que significa en nuestro idioma el título del presente artículo. Creo que los días de Semana Santa son propicios para reflexionar sobre la densa oscuridad que campea en el país, ¿cómo y por qué hemos llegado a donde estamos?

En el libro coordinado por Raquel Serur, La excentricidad del texto. El carácter poético del Nuevo catecismo para indios remisos (UNAM, 2010), antes de la introducción y de los estudios de diversos autores sobre la obra de Carlos Monsiváis, está un epígrafe de Doris Lessing entresacado de Las cárceles elegidas. Lo reproduzco: “Vivimos tiempos en que resulta aterrador estar vivo: hoy es difícil pensar en los seres humanos como seres racionales, dondequiera que dirigimos la mirada vemos brutalidad y estupidez.

Pareciera incluso que no hay otra cosa que ver; en todas partes prevalece un descenso hacia la barbarie que somos incapaces de evitar. Pero en mi opinión aun siendo verdad que existe un deterioro general de nuestro comportamiento, precisamente porque las circunstancias son aterradoras nos quedamos hipnotizados y no notamos –o si lo hacemos le restamos importancia– la existencia de fuerzas igualmente poderosas y que son de naturaleza contraria: las fuerzas de la razón, de la cordura y de la civilización”.

El deterioro de la vida social en México se inició décadas atrás, cuando desde el poder político se fue imponiendo paulatinamente la corrupción, el uso del aparato gubernamental para depredar los recursos públicos. El modelo ha sido y es exitoso, ya que contagió de arriba y hacia abajo los distintos estratos de los gobiernos federales, estatales y municipales.

Lo anterior para nada significa afirmar que la sociedad en general es corrupta y tiene un acendrado desdén por el estado de derecho y la legalidad. Más bien es un intento por ubicar el origen de la degradación a partir de la clase política que en lugar de proteger a la ciudadanía decidió ser el foco de la expoliación.

La cultura priísta ha engendrado émulos por todas partes, y en todos los partidos, incluso en aquellos que son sus críticos y adversarios históricos. Cuando les tocó hacerse del poder, ya fuere regional o nacional, se encargaron de repartirse la piñata a manos llenas.

Tantas décadas de una pedagogía corruptora anidó en sectores de la sociedad que aprendieron muy bien lo malo: pasar sin miramientos por los derechos de los demás. Ante la ausencia de autoridades para hacer cumplir preceptos civilizatorios, o más allá, con autoridades generadoras de actividades delincuenciales, franjas significativas de la ciudadanía eligieron la anomia que desprecia el pacto social en el que todos y todas tenemos derechos y responsabilidades.


La corrupción en y desde el poder echa a perder, ése es el significado etimológico del vocablo, genera putrefacción no sólo en su círculo, sino que alcanza seguidores a lo largo y ancho de la sociedad. Introduce sus garras en porciones de la sociedad civil, se normalizan acciones contrarias al proceso de construcción de ciudadanía.

Para Norbert Elias es “precisamente el proceso cultural y legal el que conduce a uno de los conceptos más polémicos e interesantes en ciencias sociales, el de civilización. Para Elias se trata no sólo de un asunto de coacción externa, sino también de un proceso de convencimiento de ciertos principios y normas que deben conducir a la autocoacción.

Porque estoy convencido de la igualdad de géneros reprimo en mí mismo cualquier tentativa de violentar ese principio” (citado por Federico Reyes Heroles, Entre las bestias y los dioses. Del espíritu de las leyes y de los valores políticos, editorial Océano, 2004). La debacle del país es menos desgarradora porque la gran mayoría de sus habitantes se autocontiene, resiste los ataques y la tentación de sumarse a los poderes de la corrupción institucionalizada en los aparatos gubernamentales administrados por los diversos partidos políticos.

Hay que poner atención, como afirma Doris Lessing, en las fuerzas que no sucumben al cinismo y la rapiña. Mirar con esperanza, y sumarse, a las fuerzas de la razón, de la cordura y de la civilización. Y añado yo a las fuerzas de la espiritualidad, pero recordando que ésta incluye necesariamente una renovación ética. Porque espiritualidad sin práctica al servicio de la construcción de una cultura de paz es mero espiritualismo que se fuga del mundo.

Además la paz está en estrecha relación con la justicia. Hace milenios ya lo dijo el profeta Isaías: “El producto de la justicia será la paz; tranquilidad y seguridad perpetuas serán su fruto” (capítulo 32, versículo 17). No tenemos paz porque escasea la justicia, los encargados de procurarla son cómplices de la injusticia.

Las semillas civilizatorias están diseminadas por todas partes, la prevaricación no logra secarlas ni desertificar el suelo en que fructifican. Las fuerzas de la vida, aparentemente pasto irremediable de la mortandad que busca devorarlo todo, persisten y abren veredas que nos permiten vislumbrar la luz. Sí, post tenebras spero lucem. En estos días de guardar me quedo, y medito, con un pasaje neotestamentario contundente, que se localiza en la segunda carta a los Corintios, capítulo cuatro, versículo seis.

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