domingo, 3 de abril de 2011

El eterno femenino, Liz Taylor

Por Francisco Javier Guerrero*

Elizabeth Taylor, en un fotograma de Suddenly Last Summer, cinta de 1959Foto Reuters
Con motivo del fallecimiento de la célebre actriz Elizabeth Taylor, el 23 de marzo pasado, en diversos medios de comunicación fue presentada como la última reina de Hollywood”, e incluso como “la última diosa” de la Meca del cine.

¿Qué significa eso de “última”? ¿Acaso ya nadie puede reinar en lo que ha sido la “fábrica de sueños”? Hace algunos años una amiga brasileña se quejaba de que ya no existen divas como Ingrid Bergman, Rita Hayworth, Irene Dunne o Jennifer Jones. La elegancia, el refinamiento y el encanto especial de esas féminas son cosa del pretérito.

Para ciertos grupos de mujeres, las imágenes de notables actrices, como las mencionadas, eran creación masculina, la construcción ideológica de varias Dulcineas del Teboso; se arreglaban, vestían y maquillaban conforme a las variopintas demandas de los varones, que podían soñar en noches bajo la lona acompañados de alguna de ellas, a la vez que en sus fervientes y calenturientas imaginaciones deseaban acostarse con mujeres más “terrenales” y sexogénicas, como Jean Harlow o Marylin Monroe.

Pero todo ello era producto de un entusiasmo onírico: había que imaginar a Bergman y a las demás levantándose a las siete o a las 10 de la mañana después de roncar sonoramente durante la noche, con tubos en la cabeza, rascándose el vientre como los camineros texanos, sonándose estrepitosamente, etcétera. En suma, como Aldonsas Lorenzo y no como Dulcineas.

No estoy de acuerdo con ese punto de vista, porque creo que las hadas existen y siempre son deslumbrantes. Y aquí me ocupo de una: Elizabeth Taylor. Confieso que esta ilustre dama era muy bella, pero inspiraba pocos deseos carnales a muchos hombres. En alguna ocasión le dije a un amigo que ella carecía de lo que llaman sex appeal. Pienso que yo no era una excepción, y citaré un ejemplo significativo: las conversaciones varoniles en bares y antros.

Por lo general, en estos sitios los hombres no hablamos de la Teoría de la Relatividad; de la vigencia de las tesis de Marx; hablamos de anécdotas chuscas, personajes de futbol o de mujeres (más bien de las partes somáticas de las mujeres). Y en el gineceo al que se alude nos referíamos a mujeres conocidas, o a estrellas del espectáculo como Sophia Loren, Marylin, Brigitte o a cualquiera que nos hiciera “papalotear las hormonas”. Nunca escuché a nadie referirse a Elizabeth.

Y, sin embargo, había algo en quien fue Mrs. Taylor que hacía, como dijo uno de sus hijos, que el mundo fuera mejor por su presencia. No sólo eso: con su presencia femenina. En ocasiones se discute acertadamente acerca de la diversidad cultural en el mundo, y los partidarios de ésta sostienen que la igualdad entre los seres humanos debe establecerse respetando las diferencias. Algo semejante ocurre cuando nos ocupamos de las relaciones amorosas. Recordemos que un melodrama fílmico se llama El amor es una cosa esplendorosa.

Para el escritor Charles Bukowski, el amor era lo que expone en el título de uno de sus libros, un perro infernal. Pero esplendoroso o infernal, el amor es una pasión galáctica. Heteros u homosexuales, hombres y mujeres potenciamos enormemente nuestras energías al buscar parejas amorosas y conectar con ellas.

Y en este contexto, realzamos nuestras personalidades masculinas, femeninas o andróginas, tratando de asentar sólidamente nuestras relaciones amorosas. En la actualidad, parece que las diferencias entre los sexos, básicamente las de origen cultural, son mal vistas. No pocas muchachas semejan hoy versiones empobrecidas de Charles Bronson o del doctor House, mientras algunos varones se preocupan tanto por su belleza exterior que parecen réplicas de Angelina Jolie o Uma Thurman. Y me pregunto: ¿La igualdad con los hombres implica la supresión de lo que se ha llamado femenino?

Liz (a ella no le gustaba que la llamaran así) no era un icono creado sólo para agradar a las miradas masculinas. En ella se expresan miradas de atributos que componen lo que algunos han llamado el “eterno femenino”. El culto a la belleza tanto interna como externa, la elegancia –lo que Chabuca Granda llamaría “la fina estampa”–, la transmisión de imágenes de esplendor, la inteligencia vivaz y los avatares contradictorios de un anhelo de vida, todo ello eran cualidades de la actriz angloestadunidense, y si bien éstas pueden ser también atributos de hombres, resaltaban en la especificidad femenina de Liz.

En el contexto de la opresión sexista, tales expresiones son vedadas a las mujeres o se les instila en forma fragmentaria y caricaturesca, sin remontar límites impuestos por un machismo feminista, pero su aureola iluminó el camino de la emancipación ginofílica.

Mrs. Taylor se casó con un jovenzuelo popis en 1950 y después con otros señores nada proletarios, hasta los años 60 del siglo pasado. Llegué a la conclusión de que era una ridícula señora burguesa (lo mismo pensé erróneamente de la gran María Callas). Filmó Cleopatra en 1963 y allí conoció a un actor muy calavera, Richard Burton, excelente intérprete británico, con quien se desposó dos veces.

Hay quienes dicen que la relación de Taylor con Burton fue tenebrosa y depravó a la actriz de ojos violeta, que empezó a gustar demasiado del “vagabundeo erótico” con su esposo (el término fue empleado por el Vaticano para condenar a la pareja); se aficionó al alcohol y a las drogas. Pienso, sin embargo, que la relación con Burton la convirtió en una mujer más interesante, mejor actriz, más incisiva en sus actuaciones en el cine y en la vida real; más culta y más atenta a la marcha del mundo. Sí, se había casado con un crápula pero que a la vez fue un varón regio que despertó el potencial que ella tenía, el cual no había desplegado en su totalidad.

Ese potencial existía, pero sólo se había manifestado parcialmente. Ahora comprendo por qué vi todas las películas en que aparecía esa “ridícula señora burguesa”. En mi infancia y adolescencia sus imágenes llenaban mi mente, y sé que a muchos hombres y mujeres les pasó lo mismo. No descubríamos en ella la sensualidad perturbadora de Marylin o de Brigitte, pero su presencia nos componía la vida “llena de abrojos”. Más que una sex symbol, era una princesa de los Fairy Tales (quizá por eso, como declaró su antigua rival Debbie Reynolds, también muchas mujeres la admiraban).

Desde luego, dado su tipo de vida, Liz no era una actriz politizada a la manera de Jane Fonda (o en México, a la de Ofelia Medina o Ana Colchero). Pero bregó incansablemente por la emancipación de los homosexuales y por erradicar los males causados por el sida. Cuando falleció la sin par Audrey Hepburn, Liz declaró que un ángel regresaba al cielo. Ella también es uno que retorna al Paraíso, aunque no deja de ser un ángel parcialmente demonizado.

Y allá en el emporio, y acá en la Tierra, su esplendor brillará para siempre.

* Antropólogo

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