martes, 5 de abril de 2011

El laberinto de la impunidad.

Por Federico Campbell.

Hay varias maneras de decir la verdad. Bertolt Brecht dice que son siete y no únicamente la que se determina en los tribunales: la verdad sucia de los policías y la verdad abstracta y deshumanizada de los jueces que podrían ser sustituidos por computadoras y programas de “lógica procesal”. Muy otros son los caminos por los que se va la literatura, el reportaje y la crónica periodística, el ensayo (la tesis sin pruebas), el cine, el teatro y la caricatura política, para aproximarse en lo posible a la incómoda y áspera verdad.

Ni Naranjo, ni Rocha, ni Efrén, ni El Fisgón, ni Camacho necesitan pruebas para compartir su percepción intuitiva de las cosas. También la caricatura se presenta como una tesis sin pruebas. Es su privilegio. Acierta o no, pero por lo pronto recoge una sospecha del alma colectiva.

Al escritor imaginativo no le hacen falta las pruebas, pero tendrá que esmerarse en el arte de la persuasión. Los únicos que piden pruebas son los jueces y los policías, pruebas que por otra parte se pueden confeccionar y, en este país de todos los demonios, se confeccionan muy frecuentemente. Todo se puede. Todo se vale. Se acopian pruebas, no pocas veces, justamente para que no se haga justicia. Sin embargo, sigue pesando sobre los trabajos del periodista o del historiador —al menos en teoría— un mínimo de cultura jurídica que impide olvidar la presunción de inocencia y el problema de la prueba.

La verdad ha sido siempre, desde los presocráticos hasta Bertrand Russell, un problema filosófico nada fácil. En nuestra vida de todos los días predomina el dilema que se tiende entre la verdad judicial y “la verdad efectiva de las cosas”, como decía Maquiavelo. Y aquí es cuando entra en conflicto la “verdad periodística” que, con todas sus imperfecciones, no puede disociarse de la vida política democrática.

De pronto la mera mención de un nombre en un reportaje-libro de denuncia puede ser una afrenta irreparable que el afectado no se atreve a denunciar por temor a que se le haga publicidad al infundio o porque es cierto. En esos delicados márgenes tiene que moverse el periodista. Los libros reportaje abundan en nombres propios. “Para todos los que están encausados, con la excepción de aquellos a quienes se alude en el texto explícitamente como condenados de manera definitiva, es evidente que vale la presunción de inocencia, un bien que, como es sabido, va en defensa de las garantías individuales o está constitucionalmente garantizado”.

Este párrafo aparece en la primera página de una investigación periodística notable: Mafia Export, que acaba de publicar la editorial Anagrama. El libro es del italiano Francesco Forgione y versa sobre la globalización contemporánea del crimen.

Sería muy bueno que los libros reportaje antepusieran a su texto una advertencia como la de Forgione: “Los nombres son los que todo el mundo puede leer en las actas de las fuerzas del orden y de la magistratura, y se reproducen aquí simplemente para nombrar determinados acontecimientos y para reconstruir un panorama de conjunto y de actualidad, y no, desde luego, porque se les haya de considerar prejudicialmente culpables de los delitos que ellos niegan”.

La verdad judicial corresponde, pues, a los tribunales, que dirán si hay que considerar a los imputados inocentes o culpables.

El periodista no debe confundir su oficio con el de un juez o un policía.

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