miércoles, 13 de abril de 2011

En México asesinar es legal.

Por Arnoldo Kraus

Desde que Felipe Calderón asumió la Presidencia han sido asesinadas más de 40 mil personas, la inmensa mayoría, inocentes. Sus familiares han sido víctimas de la inoperancia de nuestro gobierno, víctimas por no lograr atraer a los medios de comunicación, y, la mayoría, víctimas por su estatus social. Víctimas de todo: del gobierno, de los narcotraficantes, de su pobreza, de los militares y de la falta de proyección pública. . Al lado de ese listado se encuentran la sociedad civil, víctima y coparticipe de la tragedia que degüella a nuestra nación y, los medios, cada vez más acosados por el narco y cada vez menos respaldados por el gobierno.

Dar voz y vida a las víctimas debería ser obligación de la sociedad. Pocas veces sucede eso. Pocas veces la palabra, las palabras de los deudos son escuchadas. Cuando la muerte por violencia alcanza la voz de un escritor, la voz se disemina. El poeta Javier Sicilia ha perdido a destiempo a su hijo. A Juan Francisco no lo mató la enfermedad. Juan Francisco no falleció en un accidente. Juan Francisco no pereció practicando deporte ni por sobredosis de drogas. A Juan lo asesinó la violencia. Lo asesinó el peor de los escenarios: en México asesinar es (casi) legal.

A diferencia de los otros 40 mil juanes, Juan Francisco Sicilia era hijo de un padre cuyo instrumento de trabajo es la voz y la palabra. Javier ha convocado a la sociedad. Crear un movimiento nacional por la paz es su propuesta. No hay otra posibilidad. No hay otro camino. En México, como en cualquier sitio donde la política y los políticos son mediocres, la sociedad tiene ante sí, el reto y la obligación de moverse y modificar. Las plazas de Egipto y Túnez son ejemplos recientes de ese movimiento. En México sobran plazas.

Las muertes brutales de las 40 mil y más personas, la matazón de incontables centroamericanos, los miles de desaparecidos –5 mil, según las cifras nunca creíbles del gobierno–, exponen la tragedia de nuestra nación. Tragedia que resume con inmensa sabiduría y valor el sacerdote Alejandro Solalinde: “Vivimos en un México muy corrupto donde se confunde la delincuencia organizada con los servidores públicos”. La desazón de Solalinde retrata el desasosiego de muchos mexicanos. La línea divisoria entre unos y otros es demasiado sutil: ¿en quién creer?, ¿por qué creer?, ¿hasta cuándo tolerar?

Felipe Calderón y sus asesores han sido sordos. Doctas voces lo han reiterado ad nauseam: la única solución para disminuir las matanzas es legalizar, primero la mariguana y, después, otras drogas. Es incomprensible la contumacia del gobierno mexicano e indigerible su tozudez.

Cuarenta mil y más muertos, la falta de acuerdos dignos con Estados Unidos, el poder imparable de los narcotraficantes, la reproducción sin límite de la pobreza y su consiguiente aportación de personas a las filas del narcotráfico, la ingobernabilidad en muchas partes del país, la nula confianza en la justicia mexicana –98 por ciento de los casos quedan sin resolverse–, la corrupción, la falta de confianza de la población hacia los militares y el temor de los comunicadores, sobre todo en el norte del país, son razones suficientes para entender el fracaso de la política calderonista.


Los estrategas del gobierno continúan acumulando cadáveres y siguen sin entender la brutalidad del listado previo. Legalizar las drogas no es un camino sencillo, pero sí factible y con posibilidades de llegar a buen puerto. Legalizar los asesinatos ha sido la tónica de este gobierno. Nunca sobrará repetir el número de personas asesinadas. Nombrarlos. Dar cabida a las palabras de los padres huérfanos. Honrar la memoria de los asesinados. Exigir a Calderón que haga una plaza con todos los nombres.

La muerte de Juan Francisco Sicilia y de más de 40 mil juanes no tiene solución. El poeta nos conmina. Nos invita. Nos habla desde su dolor. Desde el dolor incomprensible por ser huérfano de hijo. Desde la penumbra de sus noches cuando imagina el sufrimiento de su hijo. Desde la paternidad ahora yerma que recrea sin sosiego la forma y el tiempo que tardó en llegar la muerte. El poeta habla desde su yo herido para siempre; habla desde el rincón de la paternidad destrozada y perdida; nos habla a partir de la ausencia, del vacío que siempre será ausencia y de la herida que no tiene cura. Unos tienen a Juan. Muchos a Pedro, algunos a Olga, otros a Daniela, a Ilana y a Gabriel. Todos, aunque no contemos con los nombres de los 40 mil y más muertos, a Juan.

El asesinato de todos los juanes goza de la legalización del crimen y del aval del gobierno. La invitación de Sicilia quizás sirva. Su propuesta, acuerdos con el crimen organizado, quizás permita, al lado del sacerdote Solalinde, disecar la línea del México corrupto “…donde se confunde la delincuencia organizada con los servidores públicos”.

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