domingo, 3 de abril de 2011

¿Fin del Estado Protector?

En la última reunión de los jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea, realizada el pasado 24 de marzo, todos se mostraban sonrientes para la foto, pero no pudieron ocultar la desazón que embarga a muchos de ellos.

Y es que prácticamente todos han sufrido importantes derrotas políticas, que dan muestra fehaciente de que sus decisiones no son compartidas por sus electores, lo cual resulta sorprendente, en virtud de que han antepuesto consideraciones político-electorales inmediatas a la viabilidad del pacto europeo, y por supuesto han ignorado los costos sociales que ha provocado la demora para tomar decisiones en muchas entidades.

Pese a esta preeminencia de lo que los políticos entienden como intereses locales sobre los europeos, sus compatriotas y también el electorado les han vuelto la espalda.

Esto es claro cuando se miran los acontecimientos políticos recientes: en el importante land alemán de Baden-Würtemberg, feudo demócrata-cristiano desde 1953, los resultados electorales han sido adversos para la canciller Angela Merkel, mientras que en las elecciones cantonales francesas fue derrotado el partido del presidente Sarkozy.

Además, hay que tomar en cuenta la obligada comparecencia del primer ministro italiano Silvio Berlusconi ante los tribunales; la incapacidad de los políticos belgas para formar gobierno, luego de casi un año sin él, o las innumerables encuestas que confirman la creciente pérdida de respaldo ciudadano de David Cameron en Reino Unido y José Luis Rodríguez Zapatero en España, entre otros.

Lo cierto es que esos gobernantes europeos deciden entre ellos las políticas, con graves afectaciones a las condiciones de vida de sus gobernados y los de toda la Unión Europea, con el único respaldo de sus propios partidos y de sus gobiernos.

En la Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno, José Sócrates, hasta hace unos días antes primer ministro portugués, presentó su cuarto programa de ajuste presupuestal en un año, y se lo aprobaron, pero no ocurrió lo mismo en la Asamblea de Portugal.

Con la votación unida de opositores de izquierda y de derecha, lo que no cualquiera logra, se rechazó dicho programa, y poco importó a los parlamentarios lusos que ese Plan para la Estabilidad y el Crecimiento IV hubiera sido aprobado en Bruselas, durante la reunión cumbre de la Unión Europea. Importó más es el generalizado rechazo social a las medidas instrumentadas, que sin duda se ampliaría frente a nuevas medidas de austeridad.

Por su parte, antes de que se le solicitara, Rodríguez Zapatero –quien en cada encuesta da muestras de que ya no lo apoyan ni los votantes más fieles del PSOE– presentó a esa Cumbre “una batería de reformas” estructurales y presupuestales para evitar que las dificultades portuguesas para financiar su deuda contagien los bonos gubernamentales españoles y las obligaciones que emitirán los bancos privados.

Sin entender lo que va primero y lo que va después, luego de comparecer ante esa Corte, presidida por la gran jueza alemana, el presidente español presentará esa batería de reformas a los grandes empresarios españoles y finalmente a los dirigentes sindicales.

En la Europa del euro hay una fuerte discusión. Después de sobresaltos importantes en 2010, todo parece indicar que la permanencia de esa moneda común está clara. Lo que no queda claro es si el costo que los europeos están pagando, y que lo seguirán haciendo por un buen tiempo, ha valido la pena.

Para garantizar la permanencia del euro, en la zona se impuso la visión de que era indispensable que los gobiernos con problemas para financiar su deuda hicieran duros planes de ajuste presupuestal que garantizaran reducciones sustanciales del déficit fiscal, a fin de que convergieran en la meta de 3%.

Primero se hizo en Grecia, luego en Irlanda y ahora en Portugal, pero no sólo ellos, también se ajustó el gasto público en los otros países de la Unión Europea. Y es que entre estos políticos había el convencimiento de que esos ajustes generarían que los grandes inversionistas, que básicamente son los que compran los bonos gubernamentales, tuvieran confianza en que los compromisos de pago de los gobiernos se cumplirían y que, por esa razón, dejarían de exigir mayores tasas.

Además, razonando de manera ortodoxa, se sostenía que esos ajustes fiscales no afectarían la recuperación del crecimiento y la generación de empleo.

Luego de un año ha quedado claro que esas expectativas económicas no se cumplieron. El costo de los bonos griegos e irlandeses siguió aumentando, pese a que sus gobiernos recibieron el apoyo financiero de los otros gobiernos europeos.

Las presiones para otros gobiernos de la periferia europea tampoco cesaron, prueba de ello es la difícil situación portuguesa y la posibilidad siempre presente de que los “mercados” finalmente decidan embestir al toro español.

En Gran Bretaña, el gobierno conservador ha tenido que modificar a la baja sus expectativas de crecimiento y a la alza las del déficit, de modo que la teoría en la que se sostenía ese plan de austeridad y de no afectación en el comportamiento de las importantes variables del crecimiento y empleo, otra vez ha mostrado que no funciona.

Luego de un año, el rechazo político a la manera como este grupo gobierna a la Unión Europea es cada vez más amplio. Sin embargo, no sólo presente, sino que conserva su vigencia.

Y eso tiene una sola explicación: a algunos les ha sido útil y les sigue siendo útil, y por ello, pese a su indudable impertinencia general, el predominio de los intereses de esos pequeños grupos que en cada país nunca pierden es lo suficientemente fuerte para impedir que los gobiernos razonen de manera distinta, no importa el signo ideológico en el que se inscriban.

Los que mandan lo siguen haciendo, por eso definen la política a socialdemócratas, demócrata-cristianos, liberales, conservadores y cualquiera que esté en posición de poder verdadero.

Ese es el leit motiv de los gobernantes europeos. Por eso la continuidad del proyecto unitario parece tener pocas posibilidades de desarrollo, por lo menos en un sentido social. Sentido que era, ni más ni menos, la aportación europea al mundo.

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