domingo, 17 de abril de 2011

La vida misma.

POR ELVIRA LINDO.

Lo veremos. En un futuro cercano, los niños de las limpiadoras que vinieron de Ecuador, de Guinea o Polonia, los hijos de los obreros que llegaron desde Rumanía o Marruecos, los nietos de los dueños de tiendas chinas, contarán su versión de los hechos. Entre todos ellos habrá alguno que escriba libros, dirija películas o escriba artículos; todos aportarán modismos del idioma que hablaron sus padres y nos harán entender que la visión que teníamos de nosotros mismos era estrecha e insuficiente. Esa es parte de nuestra esperanza.

En ciudades como Buenos Aires o Nueva York, la cultura del siglo XX tuvo el colorido de la inmigración y la mejor literatura nació de ella. Antonio (Muñoz Molina) y yo tuvimos la suerte de organizar un acto literario en torno a esa idea en la Universidad de Nueva York. Era un evento literario sin literatos (a veces se agradece). Buscamos cuatro personas de procedencias dispares que hubieran venido a labrarse un futuro en esta ciudad. Les animamos a contar la novela de su vida.

En Buenos Aires o Nueva York, la cultura del siglo XX tuvo el colorido de la inmigración y la mejor literatura nació de ella Los negros americanos arrastran la historia de la esclavitud; los africanos, la de la colonización
Rubiela Ruiz. Vino desde Colombia hace veintitantos años. Sin papeles. Desde entonces, limpia casas. Ha trabajado para ricos y famosos, pero ella prefiere la clase media. Según su criterio, es menos cutre.

Si yo fuera tan mala como Truman Capote les contaría algunos chismes jugosos sobre sus cuitas con personajes conocidos, pero soy leal a esta mujer diminuta que transmite autoridad en cuanto habla. Tiene un aire a Giulietta Massina y un don natural para la comedia. Nos hizo reír contando cómo en los primeros tiempos fingía que entendía todo aquello que le ordenaban sus jefas. Hasta que fue evidente que le pedían una cosa y hacía otra. Aprendió inglés.

Se deprimió porque la vida social era menos divertida que en Colombia. Ella había pasado su juventud, dijo, living la vida loca. En cambio, en su nueva ciudad, todo el mundo quería acostarse temprano. Para serenarse, comenzó a practicar yoga. Sabe todo sobre productos de limpieza ecológicos y en cuanto te descuidas te da una conferencia con los guantes de goma puestos. Es una de tantas hispanas que perdieron a un familiar en la guerra de Irak. En Queens hay una calle dedicada a su sobrino.

Jim White. Vino desde el sur de Estados Unidos a Nueva York a principios de los ochenta. Es hijo de banquero, quería ser pianista. Acabó siendo agente inmobiliario. En la década de los ochenta no salió de su asombro. El chico del sur tuvo que espabilarse para que el Nueva York de la excentricidad, la droga y la promiscuidad no se lo comieran. Jim era un guapo de foto de Ralph Lauren.

El ambiente le ayudó a sentirse libre y salir del armario. Volvió a Florida con el ánimo de confesárselo a sus padres. Con la voz temblorosa, Jim reprodujo la conversación que mantuvo entonces con su padre. El rechazo de su familia fue implacable. No volvieron a hablarle en 25 años. Veinticinco años en los que Jim sufrió la pérdida de algunos de sus mejores amigos por el azote del sida. Ahora, sus padres tratan de recuperar su afecto.

Juan Carlos Bonilla. Es ecuatoriano. Su papá fabricaba sandalias en el patio de casa. Tenían poco y con poco vivían, pero decidieron buscar un futuro mejor. El padre tomó la avanzadilla y llegó a la ciudad tras un viaje penoso del que nunca quiso hablar. Juan vino con su madre y su hermana dos años más tarde. A Juan le habían contado que en Nueva York la gente tenía tanto dinero que te ibas encontrando billetes por las esquinas. Pero Juan sólo quería ver a su papá. Se lanzó a sus brazos en cuanto lo tuvo delante en el aeropuerto JFK y los dos lloraron mucho rato.

Cuando entraron en la isla por el Spanish Harlem, Juan pensó que aquella ciudad había sido repentinamente devastada por una catástrofe: la pobre iluminación, la basura, los edificios cochambrosos y aquel pisito miserable en donde no se podía dormir por el ruido que hacían los latinos rumbeando. El mundo cambió para el niño Juan. Su hermana y él pasaban muchas horas solos en casa. Tenían miedo de salir a la calle por las pandillas. Con el inglés, la integración llegó, pero a Juan siempre le ha pesado no ser buen estudiante como hubieran querido sus padres. Espera que sus hijas cumplan ese sueño.

Bisila Bokoko. Sus padres llegaron a Valencia desde Guinea. Su padre fue el primer negro en licenciarse como abogado en la universidad valenciana. Ella fue la única niña negra en todas las clases en las que estudió. Pero sus padres le enseñaron a llevar con orgullo su origen africano. Aterrizó como becaria de la cámara de comercio española en NY y ahora es directora ejecutiva. Está casada con un afroamericano y tiene dos niños. Dice, con humor, que sus problemas con su marido no son personales sino culturales.

Los negros americanos arrastran la historia de la esclavitud; los africanos, la de la colonización. Ella lo sabe todo sobre empresas españolas que quieren abrirse camino en este mundo. Es tan brillante que podría ser embajadora de ese triángulo que lleva en el corazón: África, España, Estados Unidos. En Nueva York se sintió bien en cuanto llegó: por fin no era el centro de atención por su color.

Cualquiera de sus historias da para una película, para una novela. Pero hay veces en que nada es comparable al aliento de una voz humana. -

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