sábado, 16 de abril de 2011

Loa curandera.

Por Marcelo Birmajer


Se me hace cuento Supongo que esto habrá ocurrido en algún momento de los inicios de la década del 70. Todavía, si se llegaba a la esquina de Tucumán y Agüero unos segundos antes de la primera estrella, podía parecer que en el mundo nunca hubiera sucedido nada malo. El señor Lauder tomaba asiento en el bar de Tucumán y Ayacucho, y los jueves a la tarde, cuando por una serie de circunstancias yo debía merendar allí, lo escuchaba cimentar su apodo: “El agnóstico”.

Lauder porfiaba que no había sido el Todopoderoso quien abrió el mar para que los judíos pudieran escapar: la marea, en esa época del año, descendía hasta permitir atravesar kilómetros a pie. El maná, según Lauder, no era más que un fruto silvestre en ciertos árboles cercanos al desierto del Sinaí, que el viento había azarosamente llevado hasta los peregrinos. Del pan ácimo o matzá, no podía extraer ninguna teoría escéptica, porque en sí mismo su origen tenía una base racional sin levadura.

Sin embargo, escuchándolo, aunque nunca le hablé, yo terminaba pensando que esa suma de casualidades naturales era incluso más estrambótica que la aceptación lisa y llana de un par de milagros cada cierta cantidad de milenios. Lauder, no obstante, eliminaba esta objeción antes incluso de que nadie pudiera exponerla: “Un milagro es una casualidad vista por un creyente”, sentenciaba.

La apariencia de Lauder era muy similar a la del personaje de El vikingo en Titanes en el Ring , con su calva orgullosa y la barba exuberante. Le hablaba al resto de los clientes del bar como si se hubieran reunido para escucharlo y, aunque fingía no importarle mi atención, nunca dejaba de espiar de reojo mis reacciones. Pedía invariablemente un café en vaso y una jarra de leche, que nunca mezclaba. La leche de la jarra permanecía intacta, mientras que trasegaba uno tras otro los vasos de café negro. Una de esas tardes, Lauder se incorporó para marcharse y noté que arrastraba su pierna de un modo penoso.

Por lo que pude colegir siguiendo los rumores y chismes de los hombres solos que poblaban el bar, una extraña enfermedad le había tomado el talón y subía por la pantorrilla. Aparentemente, un líquido maligno. Lauder, que había sido maestro y profesor durante toda su vida, contaba con varios ex alumnos, ahora médicos, que lo atendían en forma gratuita; pero ninguno de ellos, y los había eminentes, había logrado descifrar su dolencia.

Alguno de sus oyentes del bar le recomendó a Rosa Zezeka. Yo conocía a Rosa, una judía sefaradí que se jactaba de ancestros españoles, capaces de eludir la Inquisición y permanecer en la península de generación en generación, hasta la llegada a la Argentina a principios del siglo XX.

Era una excelente resucitadora de ropa. Podía renovar vestuarios, quitar manchas imposibles, remendar pantalones muertos. Lo que supe entonces fue que también era curandera. Pero en su hora turbia, Lauder se aferró a sus convicciones con la misma fortaleza que en la salud. “No admito curanderas”, declaró. “En principio, porque es una pérdida de tiempo. Pero pudiera ocurrir algo aún peor: que me cure. ¿Y entonces? ¿En qué mundo tendría que vivir? Un parque de diversiones oscurantista, donde el que encuentra el conjuro sobrevive y los demás mueren entre estertores.

Si para sobrevivir debo entregarme a los brujos, prefiero morir. Dejen que mi pierna renguee, han pasado cosas peores en el mundo. Pero mi mente caminará derecha hasta el final”. Llegó Pesaj. Entre los feriados, falté al bar por más de una semana. Cuando regresé, la mesa de Lauder se hallaba ominosamente vacía.

Unos meses más tarde, me lo encontré en la barra de la confitería sefaradí de Tucumán y Paso. Yo había ido a comer unos kedaífes, y me topé con la extraña pareja: Rosa Zezeka le daba de comer en la boca a Lauder, y viceversa. Estaban de pie y salieron caminando como Ginger y Fred. En el bar supe que la flamante esposa le impedía a Lauder regresar: el café estaba completamente contraindicado. Los veteranos, ahora huérfanos de Lauder, aseguraban, como quien defiende a un maestro, que no se había dejado tocar la pierna enferma por Rosa.

El amor había surgido, precisamente, por el valiente rechazo de Lauder a aceptar sus servicios como taumaturga. Pero, una vez casados, pisada la copa por el mismo pie en ruinas, se le declaró una súbita mejoría que continuó hasta la completa recuperación. Sus últimas palabras en el bar, en las vísperas de Pesaj, según su exégeta de la mesa tres, fueron: “Un verdadero agnóstico debe reconocer un evento extraordinario cuando se impone: negar un milagro evidente también es una superstición”.

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