lunes, 18 de abril de 2011

Mi amiga Marina.

Por Cayetana Guillén Cuervo.

Marina falleció el 10 de febrero a la seis y media de la tarde. Marina la Guapa, la llamábamos, la de la mirada azul Mediterráneo. Tenía 35 años. Nunca le gustaron los ruidos de este mundo, se quedaba en un rincón para escucharnos y desordenaba las conversaciones. Lo sé, porque dibujaba lo que sentía, lo que veía, le daba forma en unos trazos que describían su estado emocional. Te hablaba a través de ellos y te pedía disculpas por su silencio. Con una sonrisa.

Mi amiga Marina se quedaba en casa y prefería dormir en el sofá, porque se sentía acompañada. El salón, normalmente habitado, le daba más confianza que una habitación extraña donde antes había dormido alguien desconocido. Podía pasar horas jugando con mi hijo Leo, sin mirar el reloj, a juegos que sólo ellos dos compartían. Y partirse de risa. Te abrazaba durante un rato, parando el tiempo, sin dejarte correr hacia ningún lado.

Marina un día se hartó de entregar su vida a cualquier cosa, a un trabajo sin nombre, a una pareja abrumadora, a un ritmo que te consume, a unos amigos que no te escuchan y a aquellos de la familia que sólo te piden explicaciones. Y buscó su sueño. Dejó la carrera en quinto de medicina, un buen trabajo que le robaba media vida, a los amigos intolerantes e invasivos y explicó a su gente lo que necesitaba. Respirar. Encontrarse. Hacía mucho tiempo que no sabía quién era, qué le apetecía, qué deseaba, o lo que podía hacerle feliz.

Se dejaba llevar, como todos, por los caminos impuestos por la supervivencia y por las normas, por el miedo al fracaso, al rechazo, por la necesidad de aprobación. Pero ella necesitaba volar, recuperar los colores de su paleta y pintar lo que estaba y lo que no estaba, demostrarse que a pesar de todo, los demás la aceptarían así, sin una etiqueta en la frente. Y echó a andar, literalmente.

De vez en cuando aparecía con su sonrisa y el azul de sus ojos y se sentaba a dibujar. O colgaba esa mirada en algún lugar al que nadie llegaba, y se quedaba allí, mientras los demás seguían corriendo a su alrededor. Demasiada sensibilidad para este mundo tan seco. Adoraba la música. Y una tarde, durante un concierto, sintió un dolor agudo en el estómago que la obligó a regresar de entre las nubes, pisar tierra y buscar respuesta en un hospital. Se la dieron. Después la sedaron para que no sufriera y ya no volvió a despertar. Marina la guapa. La que se fue sin despedirse y dejándonos con la boca abierta y el corazón partido en dos mitades. Es la primera vez que se me escapa alguien tan querido y alguna mañana, al despertarme, todavía miro a ver si sigue dormida en mi sofá.

Marina, mi niña, que nada ni nadie te robe la sonrisa.

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