martes, 5 de abril de 2011

Otra mujer italiana.

El pasado 17 de marzo se cumplieron los 150 años de la unidad política de Italia, hecho ampliamente celebrado en ese país. Si se busca entre la enorme documentación existente sobre lo que en Italia se conoce como Il Risorgimento, se encuentran muy pocas menciones a mujeres. La única realmente célebre es Anita Garibaldi (brasileña de origen), cuya efigie acompaña a veces a la de su, más famoso, marido Giuseppe. La historia oficial no da muchos más datos sobre la participación femenina, y solo a los muy entendidos les suenan los nombres de algunas otras, además de Anita,

Son, en cambio, muchas las protagonistas que ocupan centralmente obras literarias o musicales ambientadas o surgidas en ese mismo periodo. Es el caso, por ejemplo, de la protagonista de la novela Senso de Camillo Boito.

Luchino Visconti, ya atraído por la decadencia histórica de Europa sobre la que tanto iba a reflexionar, en 1954 traspuso ese texto al cine, dándole un corte muy distinto al de la novela y, de paso, la fama que ahora tiene. Esta pequeña obra maestra, ambientada en la Venecia de 1866, cuenta la historia de una joven aristócrata, Livia Serpieri, que, casada y cercana a los círculos sociales del Risorgimento, se enamora y mantiene una relación adúltera con un soldado austriaco (los invasores y enemigos de los independentistas italianos). Livia pone en manos de ese sujeto vulgar, aprovechado y cínico, no solo un dinero que tenía que financiar la causa italiana, sino su dignidad y su honor antes de ser, finalmente y cruelmente, abandonada por su amante.

Visconti miraba a la Historia y hace de todo su filme una metáfora de los errores y contradicciones de una época y de una clase social. Pero deja a Alida Valli, la hermosa actriz que interpreta a Livia en la película, componer con extraordinaria finura, un personaje mucho más complejo y matizado. Su historia es la de una traición más profunda que el propio adulterio, hecha hacia si misma y hacia su identidad como mujer y como italiana. Livia sopesa la banalidad de su aventura, con la densidad e importancia de aquello a lo que ha renunciado. Esa toma de conciencia frente a su pérdida y su humillación ante a la imagen dada de si misma, generan en ella una desorientación interior que culmina en la tragedia final.

Vale la pena ver esa película y fijarse en cómo el rostro de la Valli va perdiendo su originaria tersura, señal de su confianza y autoestima, hasta componer la expresión madura y sombría de una mujer rota que se ha transformado en una extraña para si misma.

A menudo, en estos últimos tiempos, he recordado la cara de la Valli y lo que ella representa en la película, y la he comparado con la imagen que de la mujer está exportando Italia. Es como si las multiplicadas velinas que copan el panorama más superficial de Italia, aún repitiendo una traición a sí mismas y a su identidad, mantuvieran, en cambio, el rostro intacto e inexpresivo de la inconsciencia.

La traición, en este caso como en el de Senso, también lo es a su país, a una Italia que causaba admiración, y que desde su unidad había visto emerger otro tipo de mujeres: Maria Montessori, Rita Levi Montalcini, Elsa Morante, Anna Magnani, Franca Rame, Fernanda Pivano, Natalia Ginzburg, Oriana Fallaci… ¿cuántas faltan? Muchísimas, demasiadas para ser traicionadas o ensombrecidas por tan pocas e inconsistentes velinas.

A lo mejor, a 150 años de su unidad política Italia necesita otro Risorgimento, esta vez sí el de las mujeres.

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