martes, 12 de abril de 2011

Pedida de mano/cuento corto

Estuve temprano en el aeropuerto, estaba algo nervioso era la primera vez que pediría la mano de una linda chica de veinteaños. El viaje era de diez horas hasta Florencia, Italia.

Quise dormir en el avión y me fue imposible, todo el tiempo fuí repasando el discurso que haría frente a sus padres.

Cuando llegué a Roma me encaminé a la terminal de trenes y me subí al primer tren que iba a Florencia. Los nervios me hacían sudar las manos, el italiano se me había olvidado prácticamente, después de veinte años de ausencia. Y la pedida de mano tendría que ser en italiano por fuerza.

A Lucrecia yo no la conocía en persona todavía. Solo había visto algunas fotos suyas, era impresionantemente bella, alta, delgada y con el cabello negro. Agradable la niña.

Yo no iba presentable todavía, había volado más de diez horas entre México y Roma, y me hacía falta un buen baño de tina y ponerme el traje blanco de lino que llevaba preparado para la ocasión.

Cuando estuve en Florencia tomé el teléfono y hablé con la madre de Lucrecia indicándole que todo estaba en orden y que los vería en la noche en su casa. Para mi ya era de noche, aunque en Florencia apenas eran las once de la mañana. Me duché que era lo más indicado y salí a caminar, deseaba tomarme un capuchino Illy y unos croasanes con mermelada. Visité un par de museos maravillosos y me fui a dormir al hotel.

Dormí a pierna suelta varias horas, a las siete de la noche tocó a la puerta de mi habitación el padre de Lucrecia, Gino. Me vestí apresuradamente y salimos juntos a los veinte minutos. Me subí a su pequeño auto Fiat y en menos de media hora estábamos en el hogar de esa familia.

La cena estaba preparada elegantemente, y la mesa puesta como si fuera yo el Rey de algún país africano. Había abundantes pastas, quesos y buenos vinos tintos. Cenamos en medio de muchas bromas mías, que ellos celebraban sinceramente.

Llegó la hora de la pedida de mano de Lucrecia. Toqué con el tenedor una copa vacía y se hizo el silencio de todos.

Empecé hablando de las cualidades de Lucrecia, quien solo sonreía con timidez y muy ruborizada me veía con ternura. Después de media hora del discurso que llevaba memorizado; hablaron los padres de la chica, diciendo que en realidad Lucrecía no sabía hacer nada, que era una niña que apenas estaba estudiando en la universidad, y que habría que ser tolerante con ella y ayudarla a que se fuera haciendo mujer poco a poco.

Brindamos después de cada frase dicha por el padre de ella, y ya la embriaguez me estaba haciendo efectos perniciosos en mi humanidad, veía todo borroso y casi no entendía ya lo que decían a gritos todos al mismo tiempo.

Los padres de Lucrecia estuvieron de acuerdo con darla en matrimonio con un mexicano, con la condición de volver ella a Italia, al menos una vez cada año. Yo dije que no había inconveniente alguno en que a sí fuera el trato.

Mientras duró la cena, Lucrecia y yo estuvimos muy juntos, y solo nos mirabamos de vez en cuando y nos sonreíamos en una extraña complicidad.

Me despedí de todos con besos en ambas mejillas, los hermanos menores de Lucrecia no entendieron anda de lo que yo dije. pero no importaban mucho para los efectos de mi largo viaje.

Me despedía afectuosamente de Lucrecia y ella alcanzó a decirme que le daba gusto haberme conocido y que deseaba volver a verme muy pronto.

Salí esa misma madrugada a Roma, en tren, para abordar mi vuelo de Alitalia con destino a México.

En el vuelo de regreso, ya más relajado hice un balance de mi visita y de la misión de pedir la mano de Lucrecia.

Ahora sí podría entregarle buenas cuentas a mi hermano, ya que la familia de Lucrecia había aceptado el matrimonio de ellos. Gracias a mi intervención como mediador obligado por la hepatitis de Julio que no pudo viajar a cumplir con ese compromiso tan importante en su vida.
!! Misión cumplida ¡¡

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