lunes, 11 de abril de 2011

Poetas como manos.

Por Hermann Bellinghausen


Tres poetas del siglo XX encarnan la pureza juvenil de lenguas que aún se pueden reinventar con las voces imperfectas que vienen, como ellos, de abajo: el húngaro Attila József, el español Miguel Hernández y el catalán Joan Salvat-Papasseit no sólo comparten numerosas señas de identidad, sin que, cada uno en su lengua, pone a cantar las palabras con vitalidad fundadora, como si volviera a haber espacio para los bardos provenzales, los Petrarca, los Garcilaso, los amaneceres.

Sólo que ahora se trata de jóvenes proletarios que vivirán y morirán luchando, aniquilados por el sistema que combaten. Los tres, enamorados de la vida, el amor a las mujeres, los placeres y dolores del trabajo. Enamorados de la lengua en que escriben con una valentía que se antoja ingenua.

Contemporáneos o casi, experimentan el rojo amanecer comunista o anarquista, el advenimiento del fascismo. Salvat muere en 1924, a los 30, en un estado de inocencia que Hernández y Jószef tendrán tiempo de perder, pero que les dará más aire para evolucionar como poetas.

El niño campesino de Orihuela, en idilio entre cabras con Góngora y el Siglo de Oro, tal vez la pasó mejor que el rapaz de Budapest, huérfano de criada y obrero, que del hospicio se trazó una superación que lo lleva hasta la Sorbona, aunque brevemente. Comparten con Salvat el haber sido, de inmediato y para siempre, poetas; en la vida cansada del obrero Salvat, la esforzada disponibilidad laboral de Jószef, las barricadas y la cárcel final de Hernández.

Manual y rotundo, Salvat va y pone todo por delante, experimenta como un Apollinaire silvestre entre la maquinaria del taller y la militancia ácrata. Muere de pobre, y es la fecha que la cultura hispánica lo sigue tratando como menor de edad. La frescura da miedo.

Jószef y Hernández fueron precoces, impresionaron a sus primeros lectores, se les consideró prodigios. Pronto los combatieron las academias y la policía. “A los 17 me creyeron prodigio, pero era sólo un huérfano” (Jószef). Tuvieron fin trágico. Por cruel que haya sido el lento suplicio carcelario de Hernández en Alicante, dedicado a cantar a las ausencias como finísimo pájaro enjaulado, el final de Jószef es peor, atroz, lo persigue la depresión y su verdugo son los siquiatras del Szieszta Sanatorium en el verano de 1937. Liberado y abandonado por los médicos después de meses, el 3 de diciembre se tira al paso del tren de carga 1284 en Balantonszárszó.

Hernández y Salvat-Papasseit cantan a los instrumentos y los oficios (“Amanecen hachas en bandadas/como ganaderías voladoras/de laboriosas grullas combatientes”, escribe el primero) A las mujeres les viene leche al pecho, a los hombres les sonríe el producto de sus esfuerzos. Y sin embargo, también le ponen nombre a la injusticia y a la muerte, resisten hasta el último suspiro, aman a sus hijos, lloran con su pueblo.
Igual que Attila Jószef, después de morir quedaron arrumbados en purgatorios fascistas de guerra y olvido, de donde resurgieron para convertise en poetas amados; les han puesto música a sus versos. Los recitan de memoria en fiestas y manifestaciones. “Soñando en la ciudad hago mi entrada/a medianoche/y ahora oigo un fox-trot”, dice Salvat.

Poetas que usaron las manos. Las juntaron con otras. Combatieron a las manos enemigas. Como no se doblaron, se las tuvieron que romper. Hoy son armas en los puños de sus pueblos (y de otros), sin perder el encanto de la poesía pura, salvados de la propaganda, vencedores del olvido. Un poema de Miguel Hernández lo expresa con sobrecogedor detalle, “Las manos”, en Viento del pueblo (1937):

“Dos especies de manos se enfrentan en la vida,/ brotan del corazón, irrumpen por los brazos,/ saltan, y desembocan sobre la luz herida/a golpes, a zarpazos…// Ante la aurora veo surgir las manos puras/ de los trabajadores terrestres y marinos,/ como una primavera de alegres dentaduras,/de dedos matutinos…// Conducen herrerías, azadas y telares,/ muerden metales, montes, raptan hachas, encinas,/ y construyen, si quieren, hasta en los mismos mares/ fábricas, pueblos, minas…// Como si con los astros el polvo peleara, como si los planetas lucharan con gusanos,/ la especie de las manos trabajadora y clara/ lucha con otras manos.

“Feroces y reunidas en un bando sangriento/ avanzan al hundirse los cielos vespertinos/ unas manos de hueso lívido y avariento,/ paisaje de asesinos.// No han sonado: no cantan...// Orgullo de puñales, arma de bombardeos/ con un cáliz, un crimen y un muerto en cada uña:/ ejecutoras pálidas de los negros deseos/ que la avaricia empuña.

Y muy a su hernandiano modo invoca: “¿Quién lavará estas manos fangosas que se extienden/ al agua y la deshonran, enrojecen y estragan?...// Las laboriosas manos de los trabajadores/ caerán sobre vosotras con dientes y cuchillas./ Y las verán cortadas tantos explotadores/en sus mismas rodillas”.

El poema Las manos, de Miguel Hernández

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