lunes, 9 de mayo de 2011

Una mujer en un cuerpo de hombre.

El hombre nuevo está aquí... y es mujer
La historia de la discriminación e intolerancia, padecidas por un militante de izquierda debido a su orientación sexual, ha dado lugar a un libro y un documental.

REVOLUCIÓN EN LA REVOLUCIÓN.- Irina Layevska ha olvidado su nombre anterior y prefiere que los demás no sepan cuál era. Ha dejado atrás su tortuosa infancia como niño, las brutales y constantes golpizas de su padre, la indiferencia de su madre, las violaciones sexuales de su tío, las burlas de los otros niños y el enorme esfuerzo físico que tenía que hacer para vestirse y calzarse los grotescos zapatos ortopédicos que pesaban medio kilo cada uno. En silla de ruedas desde los 18 años, debilitada por una enfermedad degenerativa, Irina dice que en su cuerpo siempre se escondió una mujer. Su padre era militante del entonces clandestino Partido Comunista Mexicano (PCM), miembro del Comité Central de esa organización, y pasó tres años en la cárcel de Lecumberri por su participación en el movimiento estudiantil de 1968. Oriundo de Mexicali, al llegar a la Ciudad de México lo apodaron Chicalli.

“¿Por qué te pegaba tu padre?”, le pregunto a Irina después de haber visto el documental Morir de pie, en el que se narra su historia. “Mi padre era comunista y creía en el hombre nuevo que había profetizado el Che Guevara —responde—, y cuando vio que yo era un niño débil, enfermizo, sufrió una decepción terrible. Creo que me golpeaba para descargar en mí su coraje, su frustración”.

Menuda y frágil, Irina habla quedo, con una voz muy delgada que parece salir con dificultad de su pecho. Vive con Nélida Reyes, Neli, su esposa, con quien se casó a mediados de los años noventa. Marido y mujer, entonces, hoy mujer y mujer. Irina nació con polineuropatía degenerativa crónica, un mal que le ha causado atrofia muscular y una ceguera irremisible. En ocasiones ha sentido que se le escapa la voluntad de vivir y una vez estuvo a punto de arrojarse al canal de Chalco. Esa madrugada Neli la siguió y apenas pudo convencerla de que no lo hiciera.




En el 26º Festival Internacional de Cine de Guadalajara atestigüé la emotiva y unánime respuesta del público al final de una de las tres proyecciones de Morir de pie, de la periodista mexicana Jacaranda Correa, ganador del Mayahuel al mejor largometraje documental. Un sonorense que visitaba Guadalajara contó al final de esa proyección que allá en su pueblo —Puerto Peñasco— no hay un solo cine y que había entrado a la sala nomás porque el cartel le llamó la atención. “Por el título creí que se trataba de una película de esas de Hollywood, de acción, de balazos”, dijo con su pintoresco acento norteño, y añadió que nunca en su vida había visto un documental, “pero valió la pena”; se dirigió a Irina y Neli: “La historia de su vida me impresionó mucho más que otras películas”.

En la primera parte de Morir de pie se destaca el compromiso incondicional de Irina —antes de su transformación— con la revolución cubana y su activismo en organizaciones como “Va por Cuba” en los años ochenta y noventa; hasta ahí es el retrato intimista de un hombre entregado a la causa de Fidel y el Che, simpatizante de la revolución sandinista y del levantamiento zapatista. Poco a poco la militancia y la ideología quedaron en segundo plano para dar paso a su propia revolución personal.

“Cuando cayó el Muro de Berlín se nos vino el mundo encima”, confiesa Irina, ahora desencantada del comunismo y de la burocracia, aunque afirma que aún profesa ideales socialistas.

Jacaranda Correa, quien también es autora del documental Beckett desde la nada (2006) y conductora del noticiario cultural El Rotativo (entre 2007 y 2009) del Canal 22 de la televisión pública mexicana, había invitado a Irina a los programas Ventana de medianoche y Espacio alterno, del mismo canal, para que hablara de la discriminación y el hostigamiento de los que era objeto por parte de sus vecinos de la colonia Villas de los Trabajadores del Gobierno del Distrito Federal, que querían demoler una rampa por la que Irina accedía a su casa. Volvió a verla en la presentación de su libro Carta a mi padre. Testimonio de una persona transexual con discapacidad, publicado en 2008 por el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred) —en línea en http://es.scribd.com/doc/36047876/Carta-a-Mi-Padre—. Con un tiro de 15 mil ejemplares y de apenas 100 páginas, el documento relata en 16 breves capítulos una biografía atípica, ante la cual es difícil no reaccionar con indignación, complicidad y simpatía. Luego de leerlo, Jacaranda, con ganas de hacer algo más que divulgar noticias, quiso filmar un documental en el que se mostrara la vida cotidiana de esa mujer voluntariosa que desde la infancia ha salvado una adversidad tras otra. Pensaba en una narración sobria y mesurada en la que no habría lugar para miradas lastimeras ni lugares comunes. Morir de pie significaría un enérgico llamado contra la violencia y la discriminación y, sobre todo, la culminación catártica del larguísimo proceso de transformación radical de Irina, su ansiada liberación.



UNA MUJER ES UNA MUJER
Irina escribió la Carta a mi padre en femenino pues, dice, ahora se ve a sí misma como si hubiera sido una niña. Recuerda los lejanos años, cuando tenía apenas cinco, en que su padre estuvo en la cárcel, una etapa en la que se portó amoroso y paciente con él. Narra la golpiza ordenada por la dirección del penal que le dieron los presos comunes, armados de picos, botellas, palos y tubos, a los presos políticos. Recuerda que tenían la consigna de matar a Gilberto Rincón Gallardo, a quien el pequeño llamaba Tío Rincón, y cómo a éste lo protegió un corpulento compañero llamado Rafael Jacobo. “Aunque yo era una niña”, sigue, “esa etapa me marcó para toda la vida. Emocionalmente, los años más nutritivos, más afectuosos y en los que con más gusto yo tuve una relación contigo fue en la cárcel. Eras tan cariñoso y solidario. Me enseñaste a jugar ajedrez y póquer, me hacías cohetes con cerillos y papel de cigarros... Tú sí sabías cómo querer a la gente. Jamás volví a ver esas actitudes en ti después de la cárcel”. Ni siquiera cuando años después Irina pretendía ser el Che Guevara.

Tenía 10 años cuando su tío Arturo, hermano de su mamá, empezó a violarlo; lo amenazaba con meter de nuevo a la cárcel a su papá si se atrevía a decir algo. A los 13 años pesaba 30 kilos —sin los aparatos ortopédicos, claro— y aborrecía su pene. A veces se lo jalaba muy fuerte con la intención de arrancárselo, sin lograrlo. Su madre, siempre ocupada, pensó que la irritación se debía al exceso de masturbación.

Al dejar la adolescencia abrazó las ideas comunistas de su padre. Entonces un amigo le prestó una boina y le dijo: “Oye, te pareces mucho al Che Guevara”. Feliz con esa idea, decidió asumir esa identidad: “Aparte de adoptar un comportamiento ético y moral como el del Che, había encontrado un disfraz con el que me sentía compartida”, escribe. “Gracias a eso fue menos terrible pasar ese proceso de no aceptación de mi cuerpo, porque en un momento yo protegí ese disfraz y se convirtió en parte fundamental de mí. Lo asumí, lo acepté, lo quería, me gustaba, y así hice mi vida”. Además, dice, se identificaba con el guerrillero por el asma incurable que lo acompañó hasta la muerte. Pensaba también que ser como el Che haría que su padre lo respetara y lo quisiera.



El libro de Irina, publicado por la Conapred.

Casi 40 años después Rincón Gallardo, al frente de la Conapred, sería el editor de esa Carta a mi padre de la hija de su antiguo camarada del PCM. Don Gilberto (1939-2008), discapacitado él mismo, transitó del comunismo ortodoxo a la socialdemocracia y a la denuncia de la discriminación en todas sus formas, y es de pensarse que el caso del indefenso hijo de su ex amigo lo conmovía hondamente. Como político y diputado impulsó la Ley de Sociedades de Convivencia y la despenalización del aborto, y nunca dejó de abogar por una izquierda pacífica y democrática.

El camino del Chicalli sería otro muy distinto, pues abandonaría su credo comunista y su simpatía por los movimientos armados, como muchos otros ex camaradas, y en 1992 se emplearía como funcionario del Programa Nacional de Solidaridad en el gobierno de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994), de la Secretaría de Desarrollo Social y de la Comisión para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas. “Hacemos lo mismo que antes, pero ahora hasta nos pagan”, declaró Jesusa Cervantes (“La izquierda que probó el poder”, La Jornada, 21 de junio de 1998).



“DEBISTE HABER SIDO NIÑA”
En 1971, cuando Chicalli salió de la cárcel, todo cambió para su hijo. Sus manos, cada vez más débiles, apenas podían sostener las cosas. Dejar caer una cuchara o tirar un vaso provocaba que su padre la abofeteara o la golpeara con el puño cerrado. Reñir con sus hermanas, sobre todo con la consentida del papá, desencadenaba una furia bestial sobre su pequeño cuerpo. Cuando tenía siete años, su padre, gracias a los contactos del partido con las naciones del bloque soviético, lo llevó a Rumania para que lo operaran por una malformación en la pierna izquierda. Allá pasó cinco meses al cuidado de enfermeras que le prodigaron atenciones y el cariño que escaseaba en casa. “Con esos ojos y esa cara debiste haber sido niña”, le dijo Svetlana, una enfermera especialmente amorosa. En tanto, papá aprovechaba para viajar por la Europa oriental y asistir a congresos comunistas. La única vez que lo llevó a pasear fue a Transilvania, para ver el castillo de Drácula; desde el coche, pues no quiso ayudarlo a caminar. Uno de los escasos gestos de ternura que tuvo su padre fue un día que nevaba. El pequeño convaleciente veía fascinado los copos de nieve, ligeros como plumas. Chicalli salió con una cubeta y regresó con ella llena de nieve para que su hijo pudiera tocarla.

El encanto duró poco. Era diciembre de 1972 y habría una recepción por el año nuevo. Después de cenar, papá llevó a dormir a su hijo y regresó a la fiesta. Horas más tarde volvió borracho y cayó como un fardo sobre la cama. Por la mañana el niño despertó con ganas de orinar, pero no podía moverse. Trató de despertar a su padre pero éste permanecía inmóvil. No aguantó más y se orinó. “Muy asustada intenté tender la cama”, se lee en su libro, “al despertarte me notaste nerviosa y quitaste las cobijas para descubrir lo que yo había querido esconder. Tu reacción fue inmediata. Cuando me di cuenta ya estaba tirada en el piso con la boca adormecida y sangrando; después colgaste la sábana de la ventana ‘para que todos vieran mis cochinadas’. Quise darte una explicación, pero no me lo permitiste”. Además de golpearlo le pintó los labios con bilé y la obligó a escribirle a su madre que era “un niño maricón”. Tuvo que sellar esa carta con un beso de sus labios pintados.

En la juventud se dedicó al activismo a favor de Cuba y a continuar tratamientos en la isla y en la Unión Soviética que pudieran corregir o mitigar los daños que le causaba la enfermedad. Ataviado a imagen y semejanza del Che, el joven comunista conoció a Neli y se enamoró de ella. A mediados de los años noventa se casaron en Cuba, un acontecimiento muy publicitado, y se fueron a vivir a una colonia popular de la Ciudad de México a la que no vacilan en llamar “una favela”.



VOLVER A NACER
Antes de leer su libro le pregunté a Irina si se había operado para cambiar de sexo. “No”, me respondió. “Es carísimo... 140 mil pesos; si tuviera ese dinero preferiría comprar una casa”. Neli trabaja en el Sistema de Transporte Colectivo Metro y gana poco. Para ella no fue nada fácil aceptar la transformación de su pareja. Ella se había casado con un hombre idealista que quería ser como el Che Guevara; estuvo a su lado en las campañas de ayuda a Cuba durante la crisis de los años noventa y compartió con él penurias y ratos de felicidad, más cientos de horas de antesalas, consultas y tratamientos. Cuando su esposo estuvo a punto de arrojarse al canal de Chalco, a la vuelta del siglo, Neli lo abrazó y le pidió que llorara: “Nunca has podido enfrentar tus sentimientos. Yo creo que tu parte femenina está muy reprimida”, le dijo. Regresaron a casa y durmieron abrazados. Una noche el atribulado marido se probó un vestido de Neli. “Dormí como hacía mucho tiempo no podía”, escribe, “con un gusto y una tranquilidad que había olvidado. En la mañana desperté muy descansada y recordé que mi cuerpo no debía haber sido el de un hombre, que era una mujer. Ese día nací como Irina”. Irina, tal como se llamaba la enfermera que la cuidó en una estancia en la Unión Soviética. Atrás quedaron el disfraz del Che y las ropas masculinas.

Su padre se oía furioso al teléfono cuando se enteró de que su hijo era transexual: “No me digas, hijo de tu puta madre, que a estas alturas de tu vida te diste cuenta de que eres putito”, le gritó. “Soy mujer y toda la vida me callé por miedo a ti”, alcanzó a responder Irina, pero el iracundo padre volvió a gritarle: “Para mí estás muerto, hijo de la chingada”. El ex comunista que moriría por sus ideales, el que tenía amigos homosexuales y decía respetarlos, el funcionario salinista, el que vendió por 30 mil dólares su archivo y biblioteca a la Universidad de Stanford, le quitó la pensión de tres mil 500 pesos mensuales a su hijo transexual. Para rematar, lo acusó de ser incapaz de perpetuar su apellido. “Echeverría”, pronuncia Irina, “¡qué apellido!”, me dice.

Irina fue rechazada por familiares y muchos de sus viejos amigos. Neli pasó por una angustiosa etapa en la que se preguntaba si eso era una prueba de Dios, época de dudas y miedos, de gritos y llantos. De intentar, incluso, cada quien rehacer su vida con alguien más. De humillaciones. Finalmente, la tormenta se apaciguó. Neli, sin ser lesbiana, comprendió que seguía amando a Irina; ésta tampoco había dejado de amar a la idealista compañera que se había casado con una personificación del héroe que soñaba con el hombre nuevo.

Irina aún tiene fuerzas para continuar en la brega contra la discriminación. Una periodista le dijo: “Oye, sólo te faltó ser indígena para llevarte el carro completo”. Se refería a su condición de mujer, activista transexual, discapacitada... “No es suficiente que haya una ley para personas con discapacidad si nadie la hace cumplir”, escribe Irina en las páginas finales de su Carta. También ha debido enfrentar una batalla en el plano legal para hacerse de documentos oficiales con su nuevo nombre y donde se especifique que es mujer. Para poder rectificar su acta de nacimiento es necesario promover un juicio de demanda en contra del Registro Civil, en el que un juez determina si procede o no, de acuerdo con su muy personal criterio. Lo mismo con la credencial de elector o el pasaporte. “Es la prehistoria jurídica”, anota. “Yo soy mujer y, ¡carajo!, ¿no me puedo llamar Irina?”.

Entre convulsiones esporádicas, jaquecas y dolores musculares, la vida de Irina transcurre, a pesar de todo, con cierta paz.

El libro y el documental sobre su vida son dos de los testimonios más crudos de la atávica intolerancia hacia los “otros” y la abierta discriminación que se vive cada día en México; lo son también de la hipocresía y de la facilidad con que se truecan por conveniencia y prejuicios los principios, como ha sucedido en el caso del padre de Irina y de una gran mayoría de nuestros políticos. Pese a todo y contra todo, Irina Layevska ha sido capaz de sobreponerse a odios y prejuicios con tenacidad y entereza. Y cuando las fuerzas amenazan con fallarle y parece empezar a flaquear, allí está siempre la amorosa y solidaria Neli para no dejarla caer. La dura y frágil existencia de Irina acaso tenga como corolario que para tratar de hacer una revolución primero hay que estar seguro de ser una persona íntegra, plena, sin vulgares ambiciones de poder. “No me equivoqué al luchar por un mundo más justo”, escribe una Irina satisfecha, finalmente, con su intensa e insólita vida y, sobre todo, con su nuevo sexo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario