sábado, 7 de mayo de 2011

! Yu- es -ei ¡ Yu-es-ei ¡

¡Yu-es-ei! ¡Yu-es-ei!
Historias del más acá
Carlos Puig


En la primavera 1991 yo vivía en Washington, la capital de Estados Unidos. A finales de febrero de ese año, el presidente Bush (el primero) había declarado victoria en la primera guerra del golfo y la liberación de Kuwait de manos iraquíes. Me había tocado cubrir como periodista aquella extraña invasión y retiro posterior.

Unas semanas después se citó en el centro de la ciudad, en el National Mall, espacio abierto entre el monumento a Lincoln y el Congreso, a un desfile de la victoria. Mi esposa y yo decidimos, curiosos, ir aquel domingo.

El National Mall tiene 3 kilómetros de largo y mil 800 metros de ancho. A la mitad del recorrido está la Casa Blanca y el monumento a Washington. Ese mediodía hace 20 años estaba colmado de ciudadanos con banderitas con barras y estrellas.

Por las calles Constitución e Independencia, que flanquean el jardín central, comenzaron a desfilar miles de soldados en tanques, tanquetas, camiones, caminando, marchando… Todos armados hasta los dientes. En el cielo, aviones de guerra no dejaban de pasar; abajo... un grito constante, que no paraba nunca: “¡Yu es ei! ¡Yu es ei!” Los puños al aire. No era un grito como el del fanático deportivo cuando se gana un partido. No. Tiene otro carácter, es más rudo.

Para dos mexicanos, la experiencia era absolutamente novedosa. Esa combinación de euforia desatada, patriotismo y armas, muchas armas. En los jardines, los militares habían estacionado tanques y otra parafernalia de guerra a la que los niños se trepaban con la alegría del que se monta en la resbaladilla del parque de los Venados.

“Tengo miedo”, me dijo mi mujer. Y se echó a llorar. Nos fuimos a casa.

Me acordé de aquellos tiempos el domingo en la noche cuando veía en la televisión esas mismas calles, en esa misma ciudad, colmadas de otros ciudadanos repitiendo el mismo grito: “¡Yu es ei! ¡Yu es ei!” Una vez más asociado a la violencia, a la guerra, a la muerte.

Hay diferencias, por supuesto.

Hace veinte años se celebraba la primera real victoria militar estadunidense después de Vietnam. Había sido una operación ejecutada con precisión de relojero que había tenido un principio, un objetivo y un final. Hasta una justificación medianamente aceptada en la invasión de Kuwait de parte de Saddam Hussein. Collin Powell y Norman Schwarzkopf se volvieron personajes populares, icónicos de la nueva eficiencia militar estadunidense.

El domingo, detrás de las palabras del presidente Obama y su alegato de justicia procurada, hay histo-
rias de horror que de alguna manera nacen de aquella primera guerra del golfo.

Como lo cuenta Lawrence Wright en su magistral historia de Al Qaeda, “The Looming Tower”, fue un 7 de agosto la fecha elegida por Bin Laden para hacer el primer ataque de su red terrorista contra Estados Unidos. Esta vez con bombas en embajdas de EU en Kenia y en Tanzania. Un 7 de agosto, el mismo día, con ocho años de diferencia, en que las tropas estadunidenses habían pisado la tierra sagrada de Arabia Saudita.

Aquella primera guerra siempre estuvo en los discursos de Bin Laden cada vez que ponía una bomba, cada vez que asesinaba, cada vez que mandaba a sus acólitos a suicidarse envueltos en explosivos.

Me tocó el 11 de septiembre de 2001, en los estudios de CNI/Canal 40, ver las primeras imágenes de algunas calles del mundo árabe celebrando el derrumbe de las Torres Gemelas y la muerte de 3 mil personas. Me tocó después leer muchos artículos y ensayos de inteligentes estadunidenses y europeos indignados con tales celebraciones.

Osama Bin Laden fue sobre todo un profeta del odio y la violencia. Viendo la televisión el domingo, pienso que tal vez su mayor éxito es, en algo, haber cambiado el carácter del país que tanto odió.

Bin Laden y el 11 de septiembre son provocadores de la segunda guerra de Irak, de Guantánamo, del regreso de la tortura como método, de las atrocidades de la cárcel Abu Ghraib, de Afganistán, de un nuevo sentido imperial, una nueva política de “seguridad” y desde el domingo en que la “justicia” sea algo así como enviar a un comando a internarse en un país extraño, sin avisar a sus autoridades, penetrar un búnker, matar a quienes protegen a su principal morador, disparar contra algunas mujeres y después matar al objetivo principal que no estaba armado. Justicia, le llamó el presidente Obama.

55 años atrás, el mundo decidió que hasta los nazis merecían un juicio. Y en Nuremberg juzgó a 24 de sus líderes —otros ya se habían suicidado— y los condenó a prisión perpetua. Una luz de civilidad después de años de violencia demencial.

La vida de Bin Laden ha terminado como la de sus víctimas: un acto primitivo de violencia con aroma de venganza.

El mundo, dijo Obama, está más seguro desde el domingo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario