domingo, 10 de julio de 2011

Con acento en la e/cuento corto.

Mar de Historias
Acento en la e

Cristina Pacheco

a lluvia suave, matutina, cae sobre el patio de la escuela desierta. En sus cuatro esquinas flotan y entrechocan los racimos de globos que empiezan a desinflarse. Sobre las paredes se ven carteles con la misma frase escrita en plumón: Felices vacaciones”. La lluvia deforma las letras y la tinta de colores escurre hasta las baldosas. Al fondo, con las patas hacia arriba, están amontonadas las sillas que la directora alquila para los padres que asisten a la ceremonia de fin de cursos.

Los rumores de la calle se escuchan nítidos en la escuela donde sólo resuena el golpeteo de una puerta. “Le repetí mil veces a don Alfonso que las dejara todas bien cerradas, pero como ya estaba ansioso por largarse”, murmura Ester, la conserje, en alusión al prefecto. Él prometió venir a darse una vuelta durante las vacaciones.

Serán las primeras en que Ester permanezca sola en la escuela. Desde abril ocupa los dos cuartos asignados a quien tenga la conserjería. Su antecesor renunció al cargo porque se le hizo imposible vivir en un espacio tan reducido con esposa y tres hijos ya mayorcitos.

Para Ester, abandonada por su marido desde hace nueve años, la vivienda es más que suficiente. Aparte dispone del patio. Allí sus nietos juegan al futbol los domingos en que llegan a visitarla. Mientras su hijo Ramón ve la tele, ella cocina y su nuera Nancy, con el pretexto de aprender nuevos platillos, aprovecha para quejarse de que su esposo enamore hasta a la sombra de las mujeres. Ester lamenta que Ramón haya salido en eso igual que su padre. Con frecuencia piensa en Nicolás, pero sin esperanzas de que regrese a su lado. Y si volviera no sabría cómo reconstruir la intimidad rota desde hace tanto tiempo.

II

Vuelve a escucharse el irritante golpeteo de la puerta. A Ester no le queda más remedio que subir a cerrarla. En época de clases, a estas horas sería imposible remontar la escalera sin tropezarse con los niños que bajan desbocados al recreo. Ella les recrimina su desorden: “Pórtense como lo que son: personas y no caballos”. Las veces que la directora le ha oído emplear esa expresión le ha aconsejado: “No sea tan drástica. Piense que son niños y tienen ansias de jugar. ¿No le pasaba lo mismo cuando usted tenía la edad de estos chicos?”

Ester no le responde. En su recuerdo los días de escuela siguen siendo tristes, fatigosos; los asocia con las desmañanadas, el uniforme húmedo, el desayuno tomado a fuerza, el apresuramiento, las amenazas, las tareas, la inmovilidad en la banca, el silencio forzoso, la confusión de palabras y fechas, el tedio de las repeticiones.

Más tarde, ya en grados superiores, al concluir la clase tenía que entregarle el cuaderno a uno de sus maestros para que escribiera en sus márgenes las faltas cometidas por ella. De ese modo sus padres sabrían el tipo de alumna que era Rosales Olvera, Ester: “No hizo la tarea completa.” “Demasiados borrones en la página.” “¡Qué ortografía!” “Promedio: cinco”.

Mientras sube al primer piso recobra aquella época de su vida. Le gustaría que no hubiera sido tan difícil y haber conservado, si no la amistad, al menos el trato con sus antiguos compañeros. Recuerda sólo algunos de sus apellidos –Torres, Pulido, Nieto, Ponce– y un nombre: Sergio. Lo expulsaron por haberse robado el lapicero de la maestra Gloria. Cuando le preguntaron el motivo del hurto, él contestó: “Lo tomé porque me gustó. Es verde y transparente.” La sinceridad de su respuesta hizo reír a toda la clase y agregó a su nombre dos adjetivos: “ladrón y cínico”. Ester supone que Sergio tendrá más motivos que ella para que le resulte amargo el recuerdo de sus días de escuela. Aunque tal vez no. Al cabo de los años las cosas se aprecian de una manera distinta.

III

La lluvia se recrudece y Ester se apresura a subir. En cuanto llega al corredor se da cuenta de que es la puerta del primero “C” la que don Alfonso dejó abierta. Se dispone a cerrarla cuando ve el pizarrón donde están escritas la fecha del último día de clases y la primera del nuevo ciclo. Ester piensa que faltan aún muchas semanas para que nuevos alumnos ocupen las bancas. Desde ellas pueden verse el reloj y el gran alfabeto de colores pintado sobre una tela clavada en la pared.
Ester toma asiento en la última banca. Cuando entró a la primaria era el sitio que ocupaba en el salón por ser la más alta.

En sus paredes había un mapa de la República con las cadenas montañosas y rodeada de mares, y plantillas que ilustraban con dibujos muy torpes los hábitos de higiene y de buena alimentación. Lo mismo que ella, muchos de sus compañeros sólo consumían carne y leche de vez en cuando; frutas, nada más en ocasiones especiales y algunas –como las cerezas o los higos– nunca las habían comido.

Jobita, su maestra de primer año, acostumbraba ponerles ejercicios insólitos que les imbuyeran buenos hábitos y avivaran su imaginación. Una de aquellas prácticas consistía en hacerlos fingir que degustaban con la masticación correcta alimentos inalcanzables: pescado, jamón, pavo. Los niños, mordisqueando y llenándose los carrillos de aire, se veían entre sí hasta que al fin, incapaces de contenerse, reían a carcajadas.

En cuanto Jobita lograba restablecer el orden, les dictaba a sus alumnos otro ejercicio: frotarse las manos bajo un chorro de agua, también imaginario, al tiempo que repetían a coro: “Esto se hace antes de sentarse a la mesa y después de ir al baño”.

IV

Ester observa el escritorio que este año ocupó miss Yoli. No es muy distinto al que tenía la maestra Jobita. Era pequeña, con el cabello ralo, siempre impecable, enérgica y bañada en loción Maja. “El que sabe las letras tiene la llave del mundo”, repetía a cada momento para despertar en sus alumnos el interés por el alfabeto. Después de muchas fallas y repeticiones, Ester sintió que se adueñaba del poder mágico de los 28 signos cuando logró escribir su nombre y la fecha, aunque tuvo una falla: le faltó poner el acento sobre la e de México.

A la hora en que sonaba la campana para salir al recreo, la maestra Jobita se detenía junto a la puerta en actitud vigilante: “Bajen como lo que son: personas y no caballos”. Es lo mismo que ella les dice ahora a los niños que, aunque le cueste reconocerlo, ya comienza a extrañar. En el patio de su escuela, cuando se juntaba con sus compañeras a platicar, ni en sueños sospechaba cuál iba a ser el rumbo de su vida.

Entonces confiaba que iba a dedicarse a la música y a los deportes. Se veía en escenarios imprecisos y tan imaginarios como el sabor de las frutas dibujadas y exhibidas en su primer salón de clase. Le cuesta aceptar que tantos años la separen de aquella etapa de su vida. Más le duele la certeza de que ese tiempo jamás volverá.

Ester mira el reloj. Siente remordimiento de haberse quedado allí cuando tiene infinidad de cosas pendientes, entre otras, descolgar los globos y las cartulinas en donde los niños se desearon “Felices vacaciones”. Quiere levantarse, pero no tiene ánimos y cede al gusto de permanecer en el salón desierto.

Antes ese lugar le desagradaba porque le traía malos recuerdos. Ahora empieza a gustarle porque inesperadamente le ha devuelto escenas de su infancia que la han reconciliado con sus días de escuela. Los evoca olorosos a la madera de los lápices, al papel de los cuadernos y a la loción de la maestra Jobita.

En cuanto tenga un rato libre irá a Popotla. Quizá su profesora aún viva y ella tenga oportunidad de agradecerle las muchas cosas que hizo en su favor, entre otras enseñarle la magia de las letras, a escribir su nombre y a no olvidarse de que la palabra México lleva siempre acento en la e.

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