sábado, 2 de julio de 2011

Una boda no tan real.

Una boda todo menos real
Alberto de Mónaco y Charlene Wittstock contraen matrimonio en una ceremonia exenta de sentimiento pero con aire hollywoodiense


El futuro del Principado de Mónaco ya está asegurado. Alberto de Mónaco y Charlene Wittsstock han sellado su relación con dos bodas, una civil celebrada el viernes y de carácter familiar, y otra eclesiástica esta tarde, a la que han asistido 3.500 invitados, entre ellos representantes de las casas reales de medio mundo, jefes de Estado, y un buen puñado de famosos.


Todos contribuyeron a ensalzar ese pequeño Estado de dos kilómetros cuadrados en el que se combina tradición, lujo, espectáculo un tanto hortera y un poco de exhibicionismo. Entre los actores estaba Nicolas Sarkozy, presidente de la República Francesa, alguien con el poder suficiente como para fagocitar Mónaco si los Grimaldi no aseguran su dinastía. Alberto ha tardado en hacerlo. Se ha casado a los 53 años, tras diez de relación con Charlene, cinco de convivencia, uno de compromiso y después de llevar sentado en el trono seis años, al que accedió tras la muerte de Raniero.

Fue una boda poco común, como poco común es la historia de esta pareja. No se casaron en la iglesia de Santa Devota, la más importante del Principado, sino en el patio del palacio Grimaldi, acondicionado para la ocasión. Un gran toldo blanco protegía del sol y una inmensa alfombra roja daba al espacio un carácter un tanto hollywoodiense.

Por ella desfiló una bellísima novia, vestida con un traje impresionante diseñado por Giorgio Armani, el gran artífice de la transformación de Charlene, antes nadadora y ahora princesa. Y un novio, también vestido de blanco porque lo hizo con el uniforme de gala de la guardia de Mónaco.

Fue una ceremonia correcta, diseñada para la televisión pero exenta de emoción y sentimiento. Charlene se mostró como una novia tímida, contenida, mientras que Alberto estuvo como ausente. Por si fuera poco, la televisión ofrecía imágenes de la pareja a pantalla partida como si de una radiografía de la situación se tratara.

En esos instantes apareció el fantasma de los rumores como lo ha venido haciendo toda la semana. Y es que resulta muy difícil correr una cortina y pasar por alto las informaciones aparecidas en medios tan prestigiosos como L'Express y Le Figaro, que atribuyen dos hijos más a Alberto, nacidos cuando ya había iniciado su relación con Charlene, además de los ya reconocidos anteriormente. A estas noticias se suma ahora el anuncio de que la madre de uno de estos dos pequeños está preparada para aguarle la luna de miel al nuevo matrimonio contándolo todo vía exclusiva millonaria.

Pero esta boda era necesaria para asegurar el futuro del Principado y de sus 30.500 residentes -que gozan de importantes exenciones fiscales- y para acallar rumores sobre la vida privada de Alberto y no solo de él. Hubo un tiempo en que, cuando el príncipe se resistía a casarse, los consejeros de palacio trazaron un plan B para que Andrea, el hijo mayor de Carolina, sucediera a su tío.

Poco duró ya que el joven se mostró más dispuesto a la fiesta que a los negocios. Fue entonces cuando Carolina, hasta ayer primera dama del principado desde la muerte de su madre, emprendió la tarea de apoyar la candidatura de Charlene, la joven nadadora que su hermano conoció tiempo atrás en una competición deportiva.

Charlene se ha convertido en una princesa de diseño, esculpida por los mejores estilistas y algún que otro cirujano. Ahora, obtenido el físico, le falta ganarse el prestigio real y lo que es más difícil: dar credibilidad a su matrimonio. Tarea parecida a la que hace 57 años emprendió una actriz de Hollywood llamada Grace Kelly convertida en princesa de Mónaco, en cuyo modelo se inspira la recién llegada.

Hizo falta media hora de ceremonia para que los novios se mostraran algo más cercanos, más sentimentales, más reales. Coincidió con el momento en que Charlene pronunció su segundo y rotundo "oui" en 24 horas, que el improvisado templo palaciego recibió con una gran ovación. Las sonrisas aparecieron con los problemas para que la alianza encajara en el dedo del novio. Y las lágrimas brotaron en los ojos de los Wittssock cuando sonó un canto tradicional de Sudáfrica interpretado por Pumela Matshikiza.

Todo ello ante los rostros hieráticos de los reyes de Suecia y Bélgica, los únicos soberanos presentes, y los príncipes herederos de las casas reales europeas, que no paraban de abanicarse para aplacar el sofocante calor de Mónaco en julio. Ninguno de ellos pasó inadvertido porque, a diferencia de la boda de Guillermo y Catalina, había órdenes de palacio para que todos los invitados de importancia fueran exhibidos, corroborando el carácter de espectáculo de esta boda en la que hubo poca pompa y tradición y mucho de treatalidad.

Ni tan siquiera el Ave María en la voz de Andrea Boccelli logró que la boda de Mónaco alcanzara la categoría de real en el rango y el sentimiento.

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