jueves, 8 de septiembre de 2011

Guerras fallidas.

Década de guerras fallidas
Miguel Marín Bosch
En tres días se cumplirá el décimo aniversario de los horríficos ataques terroristas a Estados Unidos. Recuerdo bien lo que estaba haciendo en ese momento. Había llegado temprano a mi oficina para desempapelar mi escritorio. Prendí el televisor para ver un noticiario que a los pocos minutos estaba anunciando que un avión había chocado contra una de las Torres Gemelas del World Trade Center, en el sur de Manhattan.

Era poco antes de las 8:00 am y la cámara estaba enfocada al rascacielos que se había convertido en una chimenea. El humo escondía las llamas. De pronto se acercó otro avión para incrustarse en la otra torre. Todo fue en vivo y en directo. Seguiría el ataque de otro vuelo comercial al Pentágono en Washington, y un cuarto avión que se estrelló en Pennsylvania. Cuatro pilotos suicidas habían causado la muerte de lo que luego supimos fueron 2 mil 977 personas.

Es difícil saber cómo reaccionará un dirigente político ante un acto semejante. El próximo 7 de diciembre se cumplirán 70 años del ataque sorpresa a Pearl Harbor. Las bajas militares fueron 2 mil 402 muertos y mil 282 heridos.

De inmediato el presidente Franklin Delano Roosevelt declaró la guerra a Japón y dijo que ese 7 de diciembre de 1941 sería un día que perviviría en la infamia. Estados Unidos se lanzó a la ofensiva y en menos de cuatro años había derrotado a Alemania y luego a Japón.

Para Estados Unidos, la Segunda Guerra Mundial trajo una actividad económica y una producción de armamentos sin precedente y daría pie a lo que años más tarde el presidente Eisenhower describiría como el complejo militar-industrial, una red de intereses poderosos (y poco pacifistas) que aún persiste.

En 1941 Roosevelt reaccionó con una serie de medidas de seguridad nacional que incluyeron algunas abiertamente racistas. Mandó a más de 110 mil japoneses a campos de concentración, incluyendo ciudadanos estadunidenses de ascendencia japonesa. Pero sólo “internó” a 11 mil alemanes.

Para el presidente George W. Bush el 11 de septiembre fue un parteaguas en su joven administración. Su mandato duraría hasta enero de 2009 y estaría marcado por las secuelas de esos ataques. A diferencia de Roosevelt, Bush no tuvo un enemigo identificable. Optó por declararle la guerra al terrorismo.

Hacía cinco años que Washington venía persiguiendo al saudita Osama bin Laden, el dirigente de Al Qaeda. Esta organización había surgido durante la invasión soviética en Afganistán y había ya perpetrado un buen número de atentados terroristas contra instalaciones militares y civiles estadunidenses. En 1993 un camión bomba había dañado el mismo World Trade Center.

¿Cómo llevar a cabo una guerra contra un enemigo tan elusivo como Al Qaeda? El presidente Bush empezó por Afganistán el 7 de octubre de 2001. El objetivo declarado fue desmantelar a la organización terrorista y capturar a Osama bin Laden y, de pasadita, tumbar al régimen de los talibanes e instaurar una democracia viable. De eso hace 10 años y apenas el pasado mayo Estados Unidos asesinó a Bin Laden. Falta derrotar a los talibanes y…


A los pocos días de los ataques me trasladé a Nueva York para asistir al inicio de la sesión anual de la Asamblea General de Naciones Unidas. El ambiente en la calle era increíble. Se respiraba el dolor de los neoyorquinos y muchos no disimulaban un patriotismo un tanto ramplón. El histerismo colectivo se apoderó de la ciudad. Muchos habitantes oriundos del Medio Oriente y Asia meridional buscaron la manera de pasar inadvertidos. No pocos desaparecieron de la vía pública, mientras que otros decidieron que, si no iban a tirar la toalla, cuando menos la esconderían.

En 2001 Bush echó a andar un proyecto de seguridad nacional que resultaría sumamente exagerado y costoso. Creó la secretaría de “protección de la patria”. Movilizó al gobierno federal y a los gobiernos estatales y municipales. Y recurrió a empresas privadas de servicios de seguridad.

La llamada war on terror (así, “terror” a secas) ha engendrado una enorme industria en la esfera de seguridad, desarrollo de nuevas armas convencionales, espionaje y contraespionaje. El mundo académico también se ha beneficiado de un auge en estudios sobre el Islam, Medio Oriente, estados fallidos y muchos otros aspectos de la problemática. Se cree que hay más de mil oficinas gubernamentales que se ocupan de estos temas, y unas 2 mil compañías privadas que ofrecen sus servicios en este campo.

La guerra contra el terrorismo dio pie a las aventuras militares de Washington en Afganistán e Irak. Según algunos cálculos esas guerras han costado a Estados Unidos unos 4 billones (millones de millones) de dólares. Pero han tenido otras consecuencias muy caras. Esas guerras han acrecentado las tensiones entre los supuestos aliados de la OTAN. En Estados Unidos se quejan de que hay países europeos que no colaboran lo suficiente (léase efectivos militares y dinero) en esas contiendas. En Europa se quejan del aventurismo militar de la Casa Blanca.

A 10 años de ese 11 de septiembre la relación de Washington con el mundo se ha deteriorado. Con Europa hay tensiones y con el mundo islámico, pese a las buenas intenciones de Obama, las cosas van de mal en peor. La primavera árabe ha servido para aquilatar los bonos de Washington en Medio Oriente y los resultados no son positivos. El tema de Palestina tampoco ha servido para mejorar la imagen de Estados Unidos en la región.

En 2001 Bush desató una guerra in abstracto contra ciertos individuos de una determinada religión. Con ello detonó una cacería de brujas (muchas imaginadas), detenciones arbitrarias, tortura y otras violaciones de derechos humanos. Alentó también un cambio profundo en la actitud de los estadunidenses hacia los musulmanes, y esto sólo traerá más problemas.

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