viernes, 2 de septiembre de 2011

México. La muerte cabalga otra vez.

La muerte cabalga por escabrosos senderos
José Cueli
Se define el terror como un miedo muy intenso. El terrorismo se traduce como dominación por el terror y como la sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir el terror. El terror va emparentado con lo siniestro, como fue descrito por Sigmund Freud en su trabajo Lo ominoso, donde aborda el tema del afecto de terror que experimenta el individuo ante algún suceso que presenta el carácter siniestro pero que a la vez, desde el inconsciente, retorna como algo que nos es familiar. Algo inherente a nuestra propia estructura síquica. El terror y el terrorismo se nos presentan como fenómenos sumamente complejos donde los extremos más paradójicos, irracionales e incomprensibles de la naturaleza humana nos salen al paso.

Los actos del Casino Royale en Monterrey, perpetrados el jueves 25 de agosto, que dejaron un saldo de 52 muertos y muchos heridos, son manifestación de dominación por el terror y sucesión de actos de violencia para infundir pánico que paraliza a la población civil. Tras el “espectáculo televisivo” la imagen confunde nuestros sentidos y nubla la razón, el “yo” es tramposamente engañado. Y el despliegue televisivo termina siendo un terrible entrenamiento para la muerte. Millones de televidentes observamos en la pantalla las escenas de las personas encerradas sufriendo la crueldad provocada por el fuego en un moderno infierno. No vemos el terror de las víctimas, no vemos los cadáveres de hombres y mujeres mutilados, masacrados injustamente.

Esta anulación de las imágenes visuales conduce a la negación de los afectos que como humanos nos permitirían compenetrarnos con el dolor y el sufrimiento del prójimo, en el entendido tal como Emmanuel Lévinas enuncia: “la muerte del otro me atañe porque es también mi propia muerte”.

La pulsión de muerte se ve retroalimentada por el engaño del “yo”. Se estimulan el odio irracional y la envidia por el camino de la regresión, retomamos la omnipotencia infantil y las fantasías narcisistas. El resultado es que los gritos y el horror de las víctimas de la cámara incendiaria de la muerte no nos tocan y, por tanto, se difumina la piedad por el semejante en desgracia.

Parece confirmarse la hipótesis freudiana: el aparato síquico tiene una tendencia a regresar al estado cero, al reposo, a la autodestrucción, el retorno a lo inorgánico. Pulsión de muerte que no deja de actuar y más si no podemos ver el rostro del semejante que sufre y el inocente que muere, de los familiares que desgarrados por una herida inelaborable ven morir a sus cercanos consanguíneos y amigos en una batalla que acaba resultando inútil.

Violencia engendra violencia y en un mundo atemorizado y convulsionado lo que menos necesitamos es vivir bajo la égida del terror. Intentar someter bajo este régimen de guerra al crimen organizado “acaba, por lo pronto, empeorando la situación de los ciudadanos y agregando factores de zozobra y atropello, similares a los de Ciudad Juárez, Chihuahua”.

¿Es necesario esperar a que lo constaten los regiomontanos? Como editorializa nuestro diario el martes pasado. Violencia que sólo puede conducir a desenlaces desastrosos, donde el terror de unos desencadene los mecanismos de defensa más primitivos en el otro y la lucha sea entonces desde lo más primitivo, lo más arcaico y lo más destructivo del ser humano.

Octavio Paz, recuerdo, escribió: “No duele la antigua herida, no arde la vieja quemadura, es una cicatriz casi borrada el sitio de la separación, el lugar del desarraigo, la boca por donde hablan en sueños, la muerte y la vida en una cicatriz invisible”.

La pulsión de muerte cabalga en nuestro país sin freno por escabrosos senderos que desembocan en un desprecio total por la vida y una sola meta que todo lo enceguece: el poder.

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