martes, 6 de septiembre de 2011

Psicoanalista y poeta.

Un sicoanalista habitado por la poesía
Carlos Payán Velver

Querido José Cueli:

He leído cuidadosamente tu ensayo Entre el delirio y el sueño: Cervantes y Freud.

Muchas veces tuve que volver sobre uno que otro párrafo para poder comprenderlo, ya que mi ignorancia de Derrida me hacía sentir como pez fuera del agua, pero sobre todo por el deleite de repasar la poesía que iba encontrando en tu escritura.

Tu texto se fue deslizando suavemente y llegué a hacer, en algunos pasajes, una lectura en voz alta, cuando me sorprendía el encuentro con la poesía que se esparce a lo largo de todo el libro.

Cuando leí tu Neza y anexas, sentí que ahí había un río, un torrente de poesía que tú habías hecho brotar de la desolación, de la miseria, la enfermedad y el abandono de esa Netzahualcóyotl que exploraste por aquel entonces.

Y ahora vuelves con un torrente no menos caudaloso, al dilucidar las posibles constantes entre Cervantes y Freud, profundizando en los universos que conforman la obra de uno y otro autor, y logras abrir, más allá de sus palabras, las tuyas propias, pues la poesía que escribes o que sueñas ha contaminado tu análisis. La poesía siempre ha sido madre y maestra de anticipaciones y regresos. A ti te habita la poesía, mi querido José Cueli, que también le imprimes a muchas de tus crónicas taurinas.

Abordas la arqueología de Freud sobre los sueños de ese hombre al que el poeta Vicente Huidobro llama “animal cósmico cargado de congojas”, y a este ser freudiano le encuentras un compañero del alma en Don Quijote, el gran delirante. Tus exploraciones me han permitido evocar, no sin nostalgia, mi primera lectura de Cervantes, allá en los años mozos, a través de la voz del maestro Julio Torri, en la preparatoria de San Idelfonso; el texto venía impreso en letra tan pequeña, que Torri debía leérnoslo con una lupa:

“…se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse; porque el caballero andante, sin amores, era árbol sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin alma.”

La segunda evocación tiene que ver con Freud, y está anclada en un consultorio semioscuro, sobrio, de San Ángel Inn, donde durante años tú escuchaste mis desvaríos y me ayudaste a comprenderlos.

En estas dos evocaciones pude encontrar, querido amigo, el camino para seguirte en tus andanzas por los significados profundos de esos textos, verdaderos Testamentos sobre los cuales se erige una buena parte de aquello que somos, y de lo que alcanzamos a comprender sobre nosotros mismos.

Hace algunos años intenté, junto con Manuel Arroyo, de la editorial Turner, de España, publicar una versión del Quijote cuya tipografía él ya había armado, sin comentarios y sin notas al pie de página, pero que iría ilustrada con 40 grabados del pintor Alberto Gironella.

Con Alberto, que por entonces era mi huésped, empezamos a comentar cómo podrían ser las ilustraciones. El primero, concluimos, sería un grabado en blanco, una especie de intaglio, que pudiera sugerir la biblioteca del señor Quijano ya desmantelada.

Luego pensamos en los molinos. Doré había pintado esa escena enfrentando al Caballero de la Triste Figura, lanza en ristre, contra los molinos y sus grandes aspas. Por alguna razón, esta representación no me convencía. Los molinos los veía Doré, ¿pero qué veía Don Quijote? No molinos, sino monstruos, a los que iba a derrotar. Y esto le dije yo a Gironella: ‘Tienes que pintar gigantes y no molinos, porque queremos aquí la grandeza de una batalla, y no la tristeza de un desengaño’. El fin de esta historia fue un fracaso que no contaré ahora, pero que tiene que ver con la neurosis, con el querer hacer y el deseo de no hacer, con el boicotear una tarea que por su naturaleza era imposible de realizar, pero que había que intentarla hasta fracasar, lo que después sería motivo de muchas sesiones sicoanalíticas contigo.

Lo que me quedó claro, desde entonces, es que el insigne caballero no veía molinos, sino monstruos, que eran lo real para él, y por tanto también para mí. Como Dulcinea, que era tan real como su amor por ella. Al lado de su inquebrantable voluntad y de su fabulosa capacidad de soñar la realidad, a la que le obligaban volver una y otra vez, no era más que un deslucido espejismo. El sicoanálisis no existía en ese entonces, pero existe ahora, y tú, Cueli, que ejerces esa mezcla de brujería y de ciencia, acompañas en tu libro al Caballero, indagas en su tristeza, y le ayudas –nos ayudas– a encontrar el puente que existe entre molinos y gigantes, que a lo mejor, después de todo, vienen siendo una sola y misma cosa, una única realidad deslumbrante, a la que Don Quijote arriba montado no en Rocinante, sino en su propio delirio.

Trato de entender: Un excavador del alma humana, como Freud, y un excavador del lenguaje, como Derrida, confluyen en tu libro en ese intento monumental de atravesar capa tras capa, corteza tras corteza, hasta encontrar un origen que enseguida sugiere otro más profundo, y ese, a su vez, a otro, y así ad infinitum. Trato de entender que del paso momentáneo por cada revelación, sólo se desprenden lecturas inéditas, nuevas interpretaciones y vagos descubrimientos.

Al hombre que quiere escudriñar Freud, lo vislumbró Vicente Huidobro, poeta de mi adicción, y lo captó en una frase de su Altazor: “Animal cósmico cargado de congojas”. Congojas, sí, todas ellas ocultas en los túneles subterráneos del inconsciente.

Y del gran desfacedor de entuertos, me parece descubrir, dentro de su delirio, que es suyo y también de Cervantes y, de alguna manera también mío, un espíritu libertario, anarquista, igualitario, solidario con los pobres de la tierra, amoroso príncipe de los sueños a los que llega, y nos lleva, una y otra vez, incansable. Y aquí voy a retomar unas líneas de Muerte sin fin de José Gorostiza, que me permiten esclarecer algo de aquello que me ha sugerido la lectura de tu libro, Cueli:

“...Más nada ocurre, no, sólo
este sueño
desorbitado
que se mira a sí mismo en plena marcha;
presume, pues, su término
inminente
y adereza en el acto
el plan de su fatiga...”

Y más adelante:

“...gestado en la aridez de sus
escombros
siente que su fatiga se fatiga,
se erige a descansar en su descanso
y sueña que su sueño se repite,
irresponsable, eterno,
muerte sin fin de una
obstinada muerte,
sueño de garza anochecido a
plomo,
que cambia de pie, mas no de
sueño...”

Y ahora déjame invocar también otro texto, esta vez de Borges, en su Pierre Menard, autor del Quijote.

Nos cuenta el argentino que Pierre Menard pudo, luego de múltiples intentos, escribir nuevamente El Quijote, en una versión no precisamente igual, pero en últimas idéntica. Borges se da a la tarea de cotejar los dos textos, citando líneas del uno y del otro.

Cervantes habría escrito:

“...la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de acciones, testigo del pasado, ejemplo y aviso del presente, advertencia de lo porvenir.”

Ese primer Quijote, redactado en el siglo XVII, no es, según Borges, más que un mero recurso retórico de la historia. Menard en cambio escribe:

“...la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de acciones, testigo del pasado, ejemplo y aviso del presente, advertencia de los porvenir...”

Es vívido el contraste de los estilos, continúa Borges, y además explica que la historia, para Menard, no es una indagación de la realidad, sino su origen, si bien su estilo arcaizante, siendo Menard al fin de cuentas extranjero, adolece de una afectación, y no así el del precursor, Cervantes, quien maneja con desenfado el español corriente de la época.

Se trata de una contraposición entre dos textos idénticos, si bien para Borges tienen diferentes connotaciones. Y a mí me parece que, de alguna manera, con esa invención el ciego divino quiere decirme que la lectura del Quijote tiene una diversidad infinita de lecturas, que salen de las mismas palabras y al final remiten de nuevo a ellas.

Abandono ya estas divagaciones para, si me permiten y con tu venia, Cueli, leerles algunos, sólo algunos de los muchos textos en los que pude ir descubriendo la poesía de la que está impregnado tu nuevo libro.

Sobre el delirio:

“Delirar,
delirio en que las huellas
mnémicas
cubre la cerrada losa nocturna,
para levantarse por la
mañana,
pisar suave, como para no
despertar,
quedo, quedito,
paso a pasito,
la idealización de la madre en
Dulcinea,
regazo de la nana,
cuna protegida,
reloj imaginario
de horas arbitrarias,
magia,
mezcla de alfabetos y arrullos,
letras grabadas en que
Dulcinea
aparecía y desaparecía.”

Uno sobre la cotidianidad:
“Olor a duelos y quebrantos,
oriflama en los aires,
símbolo de soledad.
Impetuosas sombras que caían
sobre el fresco delirar,
dejando un rancio olor a tierra
y muslos de mujer,
sobre los que un día
se enredaron las hojas de los
libros
que con adicción leía
el famoso hidalgo.”

Uno sobre el amor:
“Llamado que se desborda en
un flujo,
mezcla de trastornos del cuerpo
y pensamientos en torbellino,
débiles, dispuestos a penetrar,
a hundirse en el otro.
Destino implacable
de cuerpo insuflado en los
miembros,
voz temblorosa,
garganta seca,
ojos deslumbrados por el
resplandor,
piel ardorosa,
corazón palpitante,
confusión de la expresión del
amor
con la del miedo
o la rabia.”

Y otro más:

“Sexualidad, visión de lo
invisible.

Montaña de colores que
chorrea hasta las rodillas,
pájaros verdes borrachos de
naranjas dormidas,
visión cristalina delirante
de pálidas representaciones
de la espera,
espera que nunca llegará
y es presencia de la necesidad
de ella,
por la percepción,
siempre irreal.”

Éste, sobre las penumbras del inconsciente:
“Objeto sordo de la propia
escucha,
petrificado perfil de niño
enloquecido,
que no desciende de su
memoria
sino de su olvido,
sin puntualizaciones
ni silencios.”

Y para terminar, este último, que en una sola línea encierra todo un poema:
“Te espero a la orilla de tu
sombra.”

Tal, la poesía y la sabiduría encontradas en este manuscrito del docto José Cueli sobre Cervantes y Freud. Texto que parte de innumerables lecturas y excavaciones, no para llegar a Cervantes, ni tampoco a Freud, sino para acercarse a sí mismo: a su propia visión y vivencia del amor y de la soledad, del delirio, del sueño, que sé yo...

Texto leído por el director fundador de La Jornada, el sábado 3, durante la presentación en la sede de la Asociación Psicoanalítica Mexicana del libro Entre el delirio y el sueño: Cervantes y Freud, de José Cueli

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