domingo, 8 de julio de 2012

Déjá Vu.

Déjà vu
José Antonio Rojas Nieto
Independientemente del resultado de las elecciones, me había comprometido en este espacio generoso de La Jornada a profundizar el señalamiento que formulé hace unos días en torno a lo que –considero– son las tres demandas fundamentales de la sociedad del México de hoy: 1) empleos, pero empleos buenos y bien remunerados; 2) educación, pero educación extensa y de muy buen nivel; 3) seguridad, pero sustentada en la estabilidad, el conocimiento y la confianza sociales. Permítaseme añadir hoy lo que llamaría la cuarta demanda, fundamental, incuestionable, ineludible y esencial.
Sí, el ánimo contradictorio del México de hoy nos obliga a explicitar esta cuarta demanda: 4) procesos electorales –que no sólo elecciones– limpios, transparentes, creíbles, equitativos y –por eso mismo– incuestionables, en todo el sentido de la palabra. Ya sé que –una vez más– no digo nada nuevo. Tampoco digo nada nuevo al insistir en que solamente la inteligencia, la fuerza, la pasión y –¿por qué no?– la tolerancia, la prudencia y la astucia ciudadanas serán las únicas condiciones capaces de dar un aliento a la esperanza de cambio de nuestro doliente México, en nuestro doliente México de hoy. Incluso contra toda esperanza.
Y es que hace apenas poco más de 40 años –finalmente muy poco tiempo– contemplé de manera directa el acarreo, el soborno y la amenaza de despido hacia los trabajadores ferrocarrileros– los de la famosísima Sección 2, alineados a fuerza con Gómez Z, el heredero del famoso Charro Díaz de León, y que mandaba golpeadores para impedir la visita de Vallejo por parte del entonces partido oficial, el PRI. Contemplé también cómo se obligaba a miembros del ejército –entonces el 45 Batallón de Infantería, primero, y el décimo Regimiento de Caballería, después– a ir a votar por el mismísimo partido oficial.
También observé en varias ocasiones camionetas oficiales recogiendo grupos de personas de los barrios llamados pobres y de las áreas rurales para llevarlos a votar, no una vez sino varias veces y a diferentes casillas. En esas mismas camionetas se entregaban despensas de la Conasupo, vales de leche de la que muchos años después sería Liconsa, bolsas con semillas de la famosa Pronase, también bolsas con fertilizantes de lo que entonces era Guanos y Fertilizantes de México, luego Fertimex, a más de camisolas, gorras y matracas.
Me toco, asimismo, ver a dirigentes magisteriales obligar –plaza o reubicación de por medio– a maestros, maestras y educadoras, a ir a votar por el PRI. Era la normalidad, ligada al partido de Estado, al partido corporativo, al partido presidencialista. Por este simple hecho nunca milité en el PRI, a pesar de la invitación y el ofrecimiento que tuve de un gobernador, antiguo dirigente magisterial. Tampoco me adherí al PAN, aunque siempre –la verdad– me gustaba contemplar a sus viejos tribunos, sus viejos críticos.
Por eso, periódicamente en la plaza principal –la de Armas– escuchaba la voz de panistas locales como el famoso Aquiles Elorduy, pero también de candidatos presidenciales, como Luis H. Álvarez, José González Torres, Efraín Gonzáles Morfín. O de brillantes dirigentes como Adolfo Christlieb Ibarrola, Manuel González Hinojosa, José Ángel Conchello, entre otros. Siempre los recuerdo –y créanme que lo recuerdo muy bien– denunciando la compra de votos, el soborno electoral, la manipulación de la miseria y la pobreza de la población. Denunciando al partido de Estado, al corporativismo sindical, al presidencialismo mismo. ¡Y vaya que eran valientes!
Asimismo los escuché denunciar la manipulación electoral, la orientación sesgada y parcial de la prensa de entonces, básicamente de la cadena del coronel García Valseca, pero no sólo. También la de los medios concesionados de entonces, del llamado Telesistema Mexicano (Televisa), a través de los canales 2 y 4, primero, y 5 después. Pero también escuché a los tribunos del PAN denunciar la falta de espacios en las cadenas locales de radio, siempre comprometidas con el partido oficial para garantizar sus concesiones.
No dejo de olvidar –por cierto– que en una de esas campañas presidenciales, uno de mis profesores de secundaria fue a visitar al gran hotel local a su primo, entonces candidato a la Presidencia por el partido oficial. Contaba que al despedirse y darle una de sus tarjetas de su cartera, vio que cargaba una imagen de la Virgen de Guadalupe.
Días después nos dijo en clase: ¡cómo creen que no voy a votar por mi primo Gustavo, si le tiene veneración a la Guadalupana! ¡Todo eso recuerdo hoy! Y siento que luego de más de 40 años, volví a ver lo que viví hace muchos. ¿Déjà vu? Sin duda. Y me pregunto cuándo o cómo lograremos el cambio necesario.
¿Cuál? El que impida que los llamados poderes fácticos –dueños del dinero, de los medios de producción, de los medios de comunicación, de los medios de entretenimiento, todos ellos– impongan a la sociedad ya no sólo un gobierno, sino –más grave todavía– un estilo de trabajo, un estilo de vida, de descanso, de recreación, incluso, de educación, de vivienda, de atención a la salud y a la seguridad social, un estilo de seguridad física y de seguridad del patrimonio. Más todavía, un estilo de alimentación, de vestido, de transporte, incluso de sexualidad. Sí unos valores regresivos, profundamente regresivos. Por eso, no tengo sino agradecimiento hacia el canto libertario –profundamente libertario– del movimiento #YoSoy132. Con toda su pluralidad y sus diferencias –internas y con sectores de la sociedad– no hace sino demandar un cambio. No se trata de otro mundo –como me explicó Julián mi sobrino– sino un mundo otro. Distinto. Radicalmente distinto. De veras

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