domingo, 8 de julio de 2012

Vacaciones de verano/ cuento corto.

Mar de Historias
Vacaciones de verano
Cristina Pacheco
De lunes a viernes el horario es de 10 de la mañana a siete de la noche y los sábados hasta las nueve. No se permiten las visitas ni las llamadas personales, a menos que se trate de una emergencia. Dispones de 30 minutos para comer. El uniforme es obligatorio. Aquí te lo damos junto con tu gafete. Si lo pierdes tendrás que comprar el nuevo. ¿Quedó todo claro?
Arcelia asiente con la cabeza y le sonríe a la señora Nava. Será su jefa en la sucursal poniente de una cadena de tiendas departamentales extendida por las colonias populares. No es el empleo al que Arcelia aspiraba, pero después de haber padecido meses de infructuosa búsqueda lo ve como un regalo caído del cielo. Se lo agradece a todos los santos a los que se encomendó. También quiere expresarle su gratitud a la señora Nava, pero no sabe cómo hacerlo y prefiere mantenerse en silencio, atenta a la última indicación que le da su nueva jefa.
El lunes procura llegar antes de las 10 para que tengas tiempo de recoger tu equipo de trabajo y para que Lucila te asigne mostrador. Aquí acostumbramos que las empleadas se vayan rotando para que dominen todo el funcionamiento de la tienda.
II
Durante los minutos que permaneció en la gerencia, Arcelia se concentró en memorizar las indicaciones de la señora Nava, pero en cuanto pisa la calle vuelve a enfrentarse con las realidades de su vida. Piensa en su hijo Emmanuel. Acaban de comenzar sus vacaciones y tendrá que buscarle a toda prisa un curso de verano económico. Sería ideal que fuera en alguna de las escuelas cerca de su casa y a la que pueda asistir desde tempranito hasta el mediodía. A esa hora Gildardo, su marido, vuelve de pasear a los perros que le encomiendan las vecinas del rumbo a cambio de una paga más bien simbólica.
Gildardo convierte su frustración en burla de sí mismo por haber pasado de chofer particular a cuidaperros muy mal remunerado. Arcelia le dice que esa ganancia es mejor que nada y que debería estar contento de tener una ocupación en vez de estarse las horas inactivo, dando vueltas por la casa, en camiseta y descalzo, pensando a quién pedirle prestado.
Arcelia pasa junto a una tartana en donde dos gemelas frondosas venden tortas y refrescos. Pide uno y lo bebe mientras la joven a su lado le ordena a su niño que se coma también las orillas del pan. La escena le recuerda a Emmanuel. Si no logra inscribirlo en algún curso de verano tendrá que llevárselo a su suegra para que lo cuide hasta que Gildardo tenga tiempo de recogerlo. Anticipa lo que le dirá su hijo en caso de que esto ocurra: No quiero ir a la casa de mi abuelita porque ella no me deja ver la tele para que no gaste luz.
No podrá obligar a Emmanuel a que vaya adonde no quiere. Sin esa posibilidad y sin curso de verano, el niño tendrá que estarse solo en la casa a menos que acompañe a Gildardo mientras pasea a los perros. Esa es una buena alternativa, aunque falta saber si su marido estará de acuerdo. Necesita preguntárselo cuanto antes.
Arcelia paga el refresco y sigue adelante, rumbo a la estación del Metro. Aún queda lejos.
Tendrá que caminar entre un gentío apresurado y descortés, sin tropezarse con las mercancías que los vendedores exhiben en las banquetas. Arcelia siente curiosidad por saber en qué se ocuparían tantos hombres y mujeres si no fueran comerciantes. A lo mejor de cuidaperros, se contesta pensando en su marido.
Gildardo se pondrá feliz cuando sepa que ella consiguió un trabajo en donde le darán uniforme y gafete. Arcelia cambia de opinión. Últimamente su marido se ha vuelto muy susceptible. Se ofende por todo, pero más cuando su hermano le cuenta de algún pequeño logro en la fábrica donde tiene el cargo de vigilante. Es posible que reaccione así cuando ella le diga que el lunes comienza a trabajar.
Se extraña de que esa perspectiva de pronto la agobie. Supersticiosa como es, se persigna con disimulo. Teme que los santos que le hicieron el milagro la consideren malagradecida y obren en su contra enviándole algún contratiempo que le impida presentarse en la sucursal oriente.
III
Su estancia en la tienda fue muy breve, pero alcanzó a ver que la mayoría de los empleados son mujeres jóvenes. Es muy probable que tengan hijos. ¿Qué sucederá con esos niños, durante las vacaciones, mientras sus madres están en su trabajo? Tal vez lo mismo que con Emmanuel (irán al curso de verano, a la casa de la abuela y si no pasarán largas horas de soledad frente al televisor) o lo que le sucedía a ella cuando era niña: pasarse las vacaciones encerrada en su casa durante las horas en que su madre permanecía en el restorán en donde trabajaba.
Al recordar aquellos años, Arcelia experimenta la tristeza que sentía cuando su madre guardaba en una bolsa la cofia y el delantal blancos que eran parte de su uniforme de mesera. La segunda señal de que estaba a punto de salir era repetirle las instrucciones consabidas: No le abras la puerta a nadie, no enciendas la estufa, no salgas, comes, no te quedes de floja: ponte a dibujar o a ver la tele, pero sólo un ratito porque más tiempo puede afectarte la vista. Enseguida le daba un beso y se iba. Cuando ya no oía el taconeo de su madre por la escalera, Arcelia corría a la ventana para verla alejarse, balanceando en su mano la bolsa donde llevaba la cofia y el delantal blancos que a ella, a los ocho años de edad, le parecían las alas dobladas de su ángel de la guarda.
IV
Llueve. Arcelia corre a guarecerse bajo un parabús. Le gusta estar allí sola, envuelta por la humedad. Recuerda el mar y la promesa que le han hecho mil veces a su hijo y aún no le cumplen: llevarlo a conocerlo. El mar que Emmanuel ha visto abarca, a lo sumo, las dimensiones de una página, de un anuncio o la pantalla del televisor. El verdadero es inmenso, distinto a cada instante.
Arcelia experimenta nostalgia del mar y piensa que la única vez que lo vio fue durante su viaje de bodas en Veracruz. Entonces ella y Gildardo no pensaban en el futuro. Todo era presente. Iban de un mes a otro con sus aspiraciones, pensando que bastaba con tenerlas para que se cumplieran: las de ella, tener casa propia y por lo menos dos hijos; las de él, hacerse dueño de una flotilla de taxis.
Nada fue así. En el lugar de sus ilusiones la vida tendió una realidad: viven en un departamento minúsculo alquilado, tienen sólo un hijo. En sus condiciones, señora, otro parto no es recomendable. Y Gildardo no es dueño de nada, ni siquiera de los perros que cuida. A pesar de ese panorama de imposibilidades y pérdidas, Arcelia no se considera vencida: se lo dice la alegría con que espera el momento de reunirse con Gildardo y Emmanuel. Piensa que ya habrá tiempo para llevarlo a conocer el mar y corre bajo la lluvia rumbo a la estación del Metro.

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