Aniversario
Soledad Loaeza
Hace medio siglo la
Unión Soviética empezó la instalación de armamento nuclear en territorio
cubano. Ante semejante amenaza directa a su territorio, el gobierno de
Washington respondió con un bloqueo naval para evitar que siguieran
adelante los planes soviéticos y advirtió que, en caso de que no se
detuvieran, estaba dispuesto a invadir la isla. Entonces se desencadenó
la crisis de los misiles, que fue uno de los momentos más peligrosos de
la historia de la segunda mitad del siglo XX. Un año antes, a raíz de la
brutal decisión del entonces premier soviético, Nikita Khruschev, de
levantar el Muro de Berlín para contener la huida de miles de alemanes
del este hacia Alemania occidental, Estados Unidos había demostrado que
podía protestar y gruñir por esa ciudad, pero no estaba dispuesto a
morir por ella. En cambio, la defensa de Washington, Nueva York y una
docena más de ciudades era otra cosa. Tan pronto como el presidente
Kennedy fue informado de los movimientos en Cuba, la alerta roja se
encendió en el cuartel general del comando militar conjunto y se
iniciaron los preparativos para una guerra.
Hasta octubre de 1962, América Latina se había mantenido en la periferia de los principales conflictos de la guerra fría,
siendo, como era, parte de la esfera de influencia de Estados Unidos.
No deja de ser paradójico que la guerra nuclear, cuya amenaza había
flotado como una impaciente nube negra sobre la década de los años 50,
estuviera a punto de estallar en esa región. Sin embargo, si la
geografía del enfrentamiento era hasta cierto punto inesperada, en
cambio semejante hecatombe parecía ser la conclusión inevitable de la
crispación que caracterizaba las relaciones entre las superpotencias
desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.Al menos así se vivió entre muchas familias mexicanas que habían estado sujetas al bombardeo anticomunista del Vaticano desde 1945, si no es que antes, cuando el papa Pío XII había recordado al mundo católico que el comunismo era el enemigo a vencer de la Iglesia y de todo buen creyente. En México, el mensaje encontró un terreno fértil. Las experiencias del anticlericalismo callista y del radicalismo cardenista, y desde luego la Cristiada, habían dejado una huella bien amarga en la memoria de la grey y de sus pastores, que equiparaban ese pasado a lo que leían, o más bien escuchaban, de lo que sucedía en los países comunistas. Así que el fervor anticomunista se apoderó de amplias franjas de la sociedad mexicana.
En esta atmósfera, la revolución cubana fue como una descarga eléctrica que dividió a la sociedad, no sé si por mitades iguales, pero el gobierno del presidente López Mateos tuvo que lidiar con el impacto divisivo de su política hacia Cuba, pues poco importaba que insistiera en que su objetivo era la defensa independiente del interés nacional, los católicos mexicanos no se lo creían. Para ellos la tal defensa pasaba por la condena al comunismo. Esta reacción había sido alimentada por las oleadas de exiliados cubanos que, en su paso hacia Estados Unidos, organizaban acciones de todo tipo para denunciar al régimen castrista.
Cuando los papás de esas niñas, o ellas mismas leyeron el encabezado de Últimas Noticias la tarde del 25 o del 26 de octubre de 1962, que decía con letras de media cuartilla:
Hablemos, Khruschev a Kennedy, que fue el primer paso hacia la disolución de la crisis mediante un arreglo entre las superpotencias –en el que por cierto fue muy poco lo que dijeron los cubanos–, los embargó un sentimiento de alivio. Sus oraciones habían sido escuchadas. Muchos se fueron a la Villa a dar gracias a la Virgen de Guadalupe, al Sagrado Corazón y al Santo Papa porque los habían salvado del holocausto nuclear. Ahora faltaba que los salvaran de la revolución.
No obstante, lo que había que celebrar era exactamente lo contrario de la fe que conmovía a los católicos, porque habían triunfado más bien la cordura y la razón de los dos líderes responsables de la paz mundial: Khruschev y Kennedy. Ante el abismo de una guerra nuclear, ambos supieron dar marcha atrás y generar un nuevo equilibrio internacional en el que las armas nucleares pasaron a ser parte de la escenografía. Después de octubre de 1962 no se presentó ninguna amenaza de semejantes dimensiones.
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