martes, 9 de octubre de 2012

Mi café parisino.

El bo&bar y la guasa
Vilma Fuentes
Durante sus años de apogeo, frecuenté La Palette, un café situado en la calle de Jacques Callot, dibujante y grabador del siglo XVI. Como daba mis citas ahí, Flores Olea bromeaba diciendo que el bistrot era mi oficina... o mi salón literario. Algunos amigos, con humor, redactaron una petición, que por suerte nunca salió del café, para agregar mi nombre al de Callot convirtiéndome de súbito en callejuela.
¿Cómo fui a dar ahí? Misterio. Como cualquier recién desembarcado en París, pasé aburridos atardeceres en los cafés Flore y Deux Magots, observando a clientes que imaginaba artistas, escuchando insípidas conversaciones de las mesas vecinas, víctima de la publicidad que, en las cartas de estos bares, afirmaba que Rimbaud y Verlaine fueron sus clientes.
Así, beber ahí una copa de vino es un acto literario, y la embriaguez se perdona por el amor al arte. Si Rimbaud y Verlaine fueron o no parroquianos es un asunto de arqueólogos. Cierto, Sartre y Beauvoir se refugiaron del frío en esos cafés durante la Segunda Guerra. Hoy, frente al Deux Magots, un pedazo de banqueta lleva sus nombres. Anzuelo para soñadores de París y turistas cultos.
La Palette, sin que sus dueños ni sus clientes fueran conscientes de ello, fue el lugar de citas de toda una intelligentsia parisiense, es decir, de intelectuales venidos de todas partes del mundo. Imposible descubrir cuál es la alquimia que hace de un lugar el polo de atracción de una época.
Los lugares tienen su vida propia y sus vicisitudes. Un local puede abrigar ladrones antes de acoger una asociación caritativa. En mi edificio, la planta baja ha sido ocupada sucesivamente por anticuarios, por el grupo de anarquistas insolentes que creó la publicación satírica Hara-kiri, por una asociación contra el aborto.
Antes de vivir de sus recuerdos, como el Flore, La Coupole, el Deux Magots o el Procope y tantos otros, La Palette, durante una treintena de años, se poblaba de jóvenes promesas, que cumpliesen o no con ellas no importaba, de artistas incipientes, de celebridades, de estudiantes, de asilados políticos.
Cortázar leía su periódico en las mañanas, la carcajada de Topor electrizaba la noche. Cesar y Arman, amigos rivales, eran escuchados por aspirantes a la gloria. Bramsen se hacía servir un gran vino. Daniel Leyva reía con exiliados de Uruguay y Chile. Mariano Flores Castro preparaba ediciones de poesía; Michaux se ocultaba tras su rostro nunca fotografiado.
Las distancias se marcaban en el más puro estilo parisino, donde los groopies se expulsaban solos. El humor hacía huir a los indeseables.
Desde hace un año, otro lugar se ha ido convirtiendo en un nuevo polo de atracción. Si el sitio es el mismo, el lugar parece rencarnar en otra vida. Los vidrios que aislaban la terraza de un restorán vegetariano desaparecieron. La clientela cambiante ríe a carcajadas, disfruta la hora feliz de cerveza. El bistrot ha sido rebautizado con humor: un juego de significados destaca la palabra bar en la de bobard (guasa, embuste).
Durante las mañanas desayunan vecinos y turistas atendidos por Rachid, un argelino de cabeza canosa, y Thyrith, un joven de origen camboyano. A mediodía, una rara clientela sale corriendo, cruza el bulevar Saint-Germain, entra a la tabaquería y vuelve al bo&bar sin ocultar su euforia o su contrariedad, antes de ver en la televisión las carreras de caballos a las que apuesta. El patrón del bo&bar, Kaci, y su hermano Ouahmed, anfitriones de este semillero de artistas, reciben como amigos a una clientela de músicos, entre ellos el excelente violinista Mario Forte, aspirantes a escritores, estudiantes, pintores, comerciantes del barrio, ciegos con perros guías que serían mal vistos en otros bistrots, y sobre todo jóvenes y menos jóvenes mezclados al azar de las mesas sin distinción de edad ni condición.
Al cruzar el umbral del bo&bar se abandonan ansias y ascuas. El tic-tac de los segundos palpita abierto a una risa libre.

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