Mona se queda
Bárbara Jacobs
Por más que uno procure
no tratar sus penas, mayores o menores, como su ropa, que lava, exprime
y seca bajo el sol sólo para volver a arroparse con ellas a la mañana
siguiente, a lo más que llega una y otra vez es precisamente a eso, a
lavarlas con algún tipo de detergente (que puede ser desde un narcótico
hasta el más refinado, científico o extravagante de los tratamientos
filosóficos o sicológicos de que disponga) para volver a ponérselas,
pues las necesita, pues no tiene otra cosa con la que presentarse en
sociedad, así sean viejas, se vean usadas, estén arrugadas y provoquen
repugnancia o incluso hastío a quien enfrentes con ellas encima,
enraizadas a ti, tu segunda naturaleza.
Sin embargo, mi intención no es hablar de las penas de nadie, al
menos no en esta ocasión, pero al compararlas con la ropa advierto que
en cambio me animaría a hablar de la ropa que, comparable o no con una
pena, en estos momentos me atrae más, no porque no tenga penas, aunque
por fortuna las mías siempre han sido menores que las de otros, sino en
vista de que me metí en un lío de ropas del que no sé cómo salir salvo
estudiándolo en palabras.Sucede que nunca he tenido claro con qué quiero cubrirme. Hubo un tiempo en que mi indecisión fue tan grave que, ¿lo confesaré?, habría preferido no cubrirme, extremo del que siempre me salvó ser friolenta y, bueno, considerada con la gente y con las costumbres a mi alrededor, pero por más que internamente no haya nunca conseguido liberarme del todo de esta inclinación, no por fuerza exhibicionista pues, con tal de detener la indecisión en mis ratos más críticos, habría cedido a no cubrirme aun cuando fuera para permanecer encerrada y sola en una habitación.
En otra etapa de mi vida me fue fácil o, digamos, aceptable por conveniente, seguir determinado modelo impuesto, como fue el materno la mayor parte de mi vida, aun cuando al seguirlo la impresión que me daba a mí misma ante el espejo fuera de extrañeza, como si la ropa que me ponía, por más adecuada que fuera, no me perteneciera a mí o fuera prestada, quizá de mi talla exacta, pero no de mi estilo. Esta incongruencia se debía entre otras razones a que yo carecía de eso que se conoce como estilo, y que en filosofía se ha considerado que es nada menos que el hombre mismo.
Algunos de los vestidos que he comprado y que guardo sin usar, pasado un plazo indeterminado pero en el que tampoco los hubiera regalado, los llevo a la costurera y entre las dos, yo en calidad de autora intelectual y animadora, los convertimos en pantalones o en chalecos, que sí me pongo encima hasta que la tela se rasga de uso.
Me atrae más usar pantalones que vestido, y cuando encima del pantalón uso chaparreras, la combinación me acerca a encontrar mi estilo.
Y debo a esta evolución que antier y por primera vez en mi vida hubiera pedido ver faldas en la tienda. Estuve a punto de estrellar el espejo frente al que me fui probando la gama. Y lo habría estrellado de no haber sido porque la vendedora de pronto acertó y me mostró un enredo, que es en el que sigo envuelta
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