viernes, 16 de noviembre de 2012

El oficio de editor

El oficio de editor
Vilma Fuentes
Por segunda vez, la editorial Actes-Sud obtiene el premio Goncourt. Victoria difícil, no sólo porque se trata del galardón con mayor prestigio de la literatura francesa, sino también por las ventas que genera ganarlo, beneficios que se pelean los llamados grandes editores, la Hidra de las tres cabezas: Gallimard, Grasset y Seuil, que se comparten los principales premios. Así, cuando Acte-Sud ganó el Goncourt, en 2004, otorgado a Laurent Gaudé por Le soleil des Scorta, los famosos tres le declararon una guerra sorda con la finalidad de conservar para ellos los 3 millones de euros que se ganan en los dos meses siguientes a la atribución del Goncourt. Si el cheque de 10 euros que recibe al premiado es más que simbólico, las ventas son reales y contantes.
La sorpresa fue, valga el pleonasmo, sorprendente: Jerôme Ferrari, autor de la novela Le sermon sur la chute de Rome (El sermón sobre la caída de Roma) ganó el codiciado premio este año.
Durante la recepción, en el jardín del edificio donde Actes-Sud tiene las oficinas de prensa en París, su sede permanece en Arles, platiqué con Marie-Catherine Vacher. Me dijo, con entusiasmo, cómo sostuvo a Ferrari, en quien ella creyó, cuando las ventas de cada una de sus novelas no pasaban de 300 ejemplares. Marie-Catherine irradiaba la dicha, y tenía de qué sentirse más que satisfecha: tenía la prueba de ser una auténtica editora. Saber descubrir y sostener a un autor, aun cuando éste no se vea reconocido por la crítica, la prensa, el público. Tal es la política de Actes-Sud: descubrir y sostener. Leer y creer. Françoise Nyssen, presidenta de la empresa, ha dado toda su confianza a Bertrand Py, director editorial, quien a su vez otorga la suya a los editores que forman su equipo, al cual Alzira Martins aporta su competencia en el dominio hispanoamericano. Cuando creen en un escritor, lo sostienen a fondo. Y aunque no venda, se le sigue publicando.
¿Qué es un editor? Mucho más que un simple individuo, hombre o mujer, que lanza al mercado libros con la esperanza de venderlos. Cierto, vender los libros publicados, pagar los gastos de fabricación, es una preocupación vital que, de olvidarse, conduce a la quiebra y a la muerte de la empresa. Pero, un editor no es un comerciante más entre otros. El producto que pone en venta no es una pierna de cordero, es un libro. En nuestra civilización, la del libro, este objeto goza de un estatuto particular que prohíbe considerarlo como una mercancía similar a los alimentos, la ropa o un lápiz labial. El libro pone en juego la palabra. Para parodiar a Hölderlin cuando escribe: la poesía no es más que un juego, el más peligroso de los juegos, se podría decir que el libro es, acaso, un producto, una mercancía, que esto no es sino juego comercial, pero es el más peligroso de todos los comercios. Tal es el sentido mismo de nuestra existencia, de lo que algunos llaman el destino.
No puedo dejar de evocar a Joaquín Díez Canedo, creador de la editorial Mortiz. Sin duda, un verdadero editor, uno de los raros auténticos editores que ha existido en México. Sabía leer, tomaba su tiempo, podía gustarle o no, pero tenía confianza en su propio genio, y tuvo razón; nunca se equivocó.
A don Joaquín le habría gustado la novela de Ferrari. La habría hecho traducir. La habría editado. Le sermon sur la chute de Rome está escrito en la más pura de las lenguas. El autor domina su expresión como un gran instrumentista toca el violín. Al contrario de tantos escritorzuelos, quienes se creen obligados a escribir tan groseramente como hablan con el fin de agradar a un público que suponen vulgar, Ferrari deleita al lector con una lengua de virtuoso. Y, a través de una intriga que mantiene el suspenso, se da el lujo de hablar de San Agustín. Basta una frase para abrir el apetito: la vela de un navío que trae desde Roma la noticia inconcebible de que los hombres existen todavía, pero que su mundo ha dejado de ser.

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