lunes, 5 de noviembre de 2012

Las grandes urbes y los desastres.

Las grandes ciudades frente al poder de la naturaleza
Gonzalo Martínez Corbalá
¡Qué grandiosa ciudad era Nueva York, a la vista y al sentir de cualquier ser humano que llegara, por el aire, o cualquier vía! A medida que se adentraba uno por sus calles y avenidas, le parecía que ninguna otra que hubiera conocido en cualquier latitud del planeta, incluso las maravillosas capitales europeas que se hubiera tenido el privilegio de conocer, podrían ser, sin duda, más bellas, como París, Praga, Londres o Roma. Estamos hablando con las comparaciones que involuntariamente se hacen cuando uno llega a ver, a caminar y a sentir en estas concentraciones humanas tan impresionantes, la primera y las veces subsecuentes, siempre fueron y lo serán, motivo de asombro, tanto para el que ya estuvo en ellas.
Si el motivo del viaje era el placer de conocer directamente, en toda su maravillosa dimensión, la incomparable belleza arquitectónica, o sus impresionantes museos, los que podían haberse visto muchas veces en las páginas de libros cuyas reproducciones son cada día más perfectas, y más exactamente iguales en textura y colorido, únicamente diferentes a los originales, por sus dimensiones; pero la aspiración de ver las obras de los grandes maestros de la pintura, y de la escultura directamente, solamente la prudencia y el sentido de la responsabilidad que se tiene al verse frente a estas obras impide tocarlas. Así de cerca están.
¿Y qué decir de los conciertos, que nuevamente hay que decir que por muchas veces que se hubieran escuchado en esos maravillosos aparatos de sonido que reproducen con tanta fidelidad la música de la más grande por su prestigio tan merecido, dirigidos por los mejores directores del mundo, que han obtenido los más grandes y sentidos aplausos de los públicos más conocedores, en los auditorios y los foros más famosos y más exigentes? No se puede decir otra cosa, que ese sólo motivo es suficiente para ir a cualquier parte del mundo, con todo lo que esto implica en costo, en tiempo, en vencer los problemas para adquirir las entradas, que son tan requeridas por amantes de la música de todo el planeta, dispuestos a dar la misma pelea por conseguirlas.
Los teatros, los auditorios, nuevos y antiguos, se ansía conocerlos y estar en ellos, escuchando la mejor música del mundo, aunque igual podría hacerlo en uno de estos home theaters, pero no, hay que tratar de ir adonde sea, cueste lo que cueste, por lograrlo. Bien sea que estén ubicados cerca o muy lejos, de nuestra casa, de nuestro país, de nuestras gentes. Y lo mismo se puede decir de los amantes de los deportes que van a la Serie Mundial de beisbol, cada año. O a la Copa Mundial de futbol, o al torneos abiertos de tenis, en Estados Unidos, en Francia, o a la Copa Davis en Londres, en canchas de pasto.
Estamos hablando de actos que generalmente sólo pueden verse en vivo y en directo en las grandes ciudades del mundo, donde hay la tradición de que se celebren, y también los recursos humanos y económicos para hacerlo. Adonde los protagonistas van con toda la confianza que les inspira la tradición de haberlos realizado exitosamente durante muchas décadas. Donde las ciudades mismas y todos los insumos indispensables, humanos o de transporte, o de alojamiento, arbitrajes adecuados, y la seguridad personal y del público que acude, con la tranquilidad que les da movilizarse de un país a otro, quizás muy lejano, en más de un sentido, con la que se pasarían de la recámara de su casa a la cocina o al comedor.
Claro ejemplo de esto, de la impotencia que empequeñece la fuerza creadora del hombre, es, no podemos olvidarlo, lo sucedido en nuestra capital en 1985, que hizo pedazos grandes extensiones de la urbe centenaria, destruyendo escuelas, hospitales, edificios de oficinas, construcciones fabriles de gran importancia, calles, avenidas, pasos a desnivel, edificios multifamiliares, impidiendo el funcionamiento normal de centros de trabajo indispensables para sustentar la economía familiar y también bloqueando la nacional, cambiando los destinos previstos para los fondos del gobierno hacia otros no previstos con el mismo grado de urgencia y de importancia, considerados así en el plan nacional de desarrollo. Lo urgente hubo de desplazar a lo importante. Un terremoto fue la causa de ese desolador panorama.
Otro ejemplo con muy graves efectos, en el país mismo donde sucedió y de largo alcance mundial, fueron el tsunami y el terremoto que causaron desperfectos en la planta nuclear de Fukushima, que es la más reciente y de mayores consecuencias, pues el efecto de este grave incidente, no precisamente de carácter nuclear en su origen, se sumó al sucedido en Chernobil en 1985, en Ucrania, y en la actualidad no son pocos los países que ya han proscrito la construcción de plantas de combustible nuclear.
Son prácticamente incontables los macroaccidentes que se han verificado en muy diversas partes del mundo, como para dejar sin preverlos en este planeta que todos los días crece, sobre todo en lo que se refiere a los centros de población más importantes, por sus dimensiones y sus efectos de largo alcance y de gran peligro para sus habitantes y para regiones remotas que sufren efectos negativos de singular envergadura, como ha sido en Nueva York, cuyos efectos múltiples se han dejado sentir en casi todo el mundo, en lo que hace al comercio y al transporte marítimo y aéreo. Además, por supuesto, de la tragedia para muchas personas, que –alojadas en un piso 30 o 40, sin agua, sin alimentos, sin medicamentos– esperan obligadamente y sin esperanzas que se resuelva este cúmulo de problemas vitales.
¿Que no hay soluciones y que sólo nos queda la triste resignación, como el precio de vivir en las grandes ciudades? No es así. Si la imprevisión es cara y de graves consecuencias, siempre será más cara y más denigrante que prevenir los desastres. La prevención resultará sin duda también sumamente costosa, pero se salvarían decenas de vidas de seres humanos y se corregiría también un enorme error, una grandísima omisión, la imperdonable ingenuidad de pensar y actuar como si las fuerzas gigantescas de la naturaleza no existieran.
¿Tendremos que esperar otros desastres para convencernos?

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