domingo, 6 de enero de 2013

La sordera nacional

La sordera nacional

El doblaje de ‘Los Miserables’ es bastante ridículo porque casi toda la película es cantada

Para decirle la dirección al taxista tengo que levantar la voz porque tenemos la música por barrera. No una barrera infranqueable: sería sencillo que él cayera en la cuenta de que con bajar el volumen nuestra comunicación sería fluida. Pero no. Como no me oye bien, me pide que repita, yo chillo y a correr. Por el camino, me voy irritando en progresión geométrica según se suceden las canciones. Son esas canciones pop “de ayer, de hoy y de siempre” que algunas cadenas de radio han machacado hasta convertirlas en un chicle pegado en la acera. Recuerdo que la radio pública americana emitió el año pasado un programa dedicado a aquellas buenas canciones que a fuerza de sonar en emisoras de standars, en supermercados o en diners habían acabado por ser detestadas por sus propios fans. Una de ellas es Hotel California. Hotel California es la que está sonando cuando, armada de valor, le pido que, por favor, baje el volumen. Siento que tengo que hacer acopio de valor para pedírselo porque la contaminación acústica en España es sagrada. Es un derecho indiscutible incluido en esa especie de Constitución tácita que cada español trae bajo el brazo cuando nace y que le permite provocar ruido a su antojo.
Llego al cine y, como se trata de uno de los de la Gran Vía, la película que nos disponemos a ver, Los Miserables, está doblada. El resultado es bastante ridículo porque casi toda ella es cantada, de tal forma que los actores pasan de los recitativos en inglés a los diálogos en español provocando la perturbadora sensación de que, de pronto, se han tragado un Alien. A la extrañeza cósmica se añade que el doblaje español ha sido invadido por marcianos. No es solo que somos un país con orejas de madera para los idiomas porque el mundo audiovisual ha decidido no exponernos a ellos sino que las voces dobladoras son tan absurdas que convierten a los actores en muñecos. Es como si se hubieran conseguido fundir las voces caricaturescas de los dibujos animados con las voces baratunas de las películas porno: altos y bajos imposibles en los tonos de voz y mucho, pero que mucho, jadeo y titubeo. Se están dando solo los buenos días a la hora del desayuno y ya parece que van a echar un polvo encima del fregadero. Cualquier momento melodramático se convierte en algo sarcástico gracias a unas voces que abaratan cualquier escena. ¿Cómo se llegó a este punto? Es un misterio. La diferencia entre el ayer y el hoy se aprecia, sobre todo, en estos días navideños en los que la televisión programa tantas películas antiguas en las que las voces dobladoras eran mucho más naturales y más nobles. La consecuencia tremenda de esta nueva escuela abrasiva del doblaje español es que está influyendo en la manera de entonar las frases de los actores jóvenes y en algunas series televisivas pululan personajes de la posguerra hablando como dobladores de 2013. ¿Nadie puede parar esto? ¿No hay tantas escuelas de interpretación? ¿No tienen los directores oídos a los dos lados la cabeza?
Lo sé, he escrito ya sobre esto, pero una columna mía no basta para sanarlo. Es demasiado grave. La sordera es nuestro hecho diferencial con otros países, la sordera es el elemento unificador de todas nuestras comunidades autónomas. Y no hay columna que pueda con ella. Hace un año servidora de ustedes escribía sobre la insoportable musiquilla con la que los corresponsales, enviados especiales o reporteros adornaban sus crónicas. Pues bien, si alguna influencia he conseguido tener sobre este enojoso asunto es sencillamente para que vaya a más. Hasta hace un año la musiquilla era propia de los cronistas de las teles privadas, ahora se ha extendido a la pública y asistimos espantados a esa entonación que sube y baja como si se precipitara por una montaña rusa. Está siendo como una infección imparable, de la que solo parece librarse Ana Blanco, y perdónenme si la vuelvo a nombrar, pero es que es de las pocas periodistas que no parece haberse tragado una bocanada de helio antes de hablar en antena. Me pregunto si, cuando vuelven a sus casas, estos cronistas se dirigen en ese tono payasesco a sus amigos o si hablan con su madre por teléfono sometiendo su voz a esos raros visajes. ¿O es que esos cronistas no tienen madre? En ocasiones, después de que uno de ellos interprete de tan pintoresca manera su crónica, los informativos prestan el micrófono a una persona de la calle y una se siente aliviada al comprobar que, de momento, no se ha producido contagio y el pueblo llano habla según el acento local que le corresponde. Pero no hay que cantar victoria, porque esta es una infección sin precedentes a la que nadie pretende poner freno. Es algo matemático, en cuanto colocan a un periodista fuera del estudio se ve afectado por ese virus que le hace canturrear las noticias. El público parece haber aceptado hace ya tiempo que se trata del mal del periodista televisivo o bien debe de pensar que en la facultad hay una asignatura de canturreo. El mal parece haberse enquistado en ese sector, pero quién sabe si en un futuro los niños, que son como esponjas, leerán sus redacciones escolares en ese palo, los jueces dictarán así sus sentencias y los médicos emitirán de tal forma sus diagnósticos. Ya lo dicen los analistas, 2013 será peor.
Los periodistas que salen del estudio se ven afectados por un virus que les hace canturrear las noticias

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