jueves, 4 de abril de 2013

Amor cortés.

Sólo amor, el cortés
Margo Glantz
Publicadas en el siglo XVII, las novelas de la escritora española María de Zayas fueron muy populares en el siglo XVII; reditadas varias veces después y en ocasiones en ediciones piratas, fueron traducidas a varios idiomas y hasta plagiadas, o hurtadas, como las llamaba la escritora –nada menos que por Scarron y Molière–; mutiladas asimismo a lo largo de los siglos, inclusive en éste en que apenas hace poco contamos con ediciones críticas confiables. Sus novelas se inscriben en un marco del que carecen las de Cervantes, siguiendo una tradición de antiguo linaje –la italiana, con El Decamerón de Bocaccio y las novelas de Bandello, traducidas e imitadas en todos los países europeos: ese marco es absolutamente necesario para verdaderamente aprehender el sentido de sus textos, marco del que muchas veces se prescindía en las numerosas ediciones que se hicieron y que apenas hasta hace poco tiempo se respeta.
En las dos series de sus novelas, el marco lo constituye una reunión de damas y galanes que acompañan a Lisis, a quien en Las Maravillas se la introduce como hermoso milagro de la naturaleza y prodigioso asombro de esta Corte, quien, enferma de cuartanas, decide invitar a sus comensales para celebrar unos saraos: bailes fastuosos, delicados conciertos con poesía cantada, representaciones dramáticas; en ellos, los caballeros visten los colores de sus damas, siguiendo la tradición de las Cortes de Amor, y las habitaciones están hermosamente engalanadas con suntuosos tapices flamencos, cuyos boscajes, flores y arboledas parecían las selvas de Arcadia o los pensiles huertos de Babilonia; numerosos braseros reviven el verano y hacen olvidar las cortas tardes de invierno y sus hielos y terribles nieves. Seis damas y seis galanes –las damas con sus madres y los galanes con sus padres–, se entretienen en la primera serie en contar novelas que susciten la admiración de su auditorio, en vísperas de la Navidad. Las damas sentadas en sillas colocadas sobre un estrado con almohadas de terciopelo verde, a quien (sic) las borlas y guarniciones de plata hermoseaban sobremanera, haciendo competencia a una suntuosa camilla, que al lado del vario estrado había de ser trono, asiento y resguardo de la bella Lisis, que como enferma pudo gozar de esta preeminencia. La suntuosidad del lugar subraya los estereotipos de la novela cortesana, elige un contexto artificial, libresco, palaciego, cuyo único sentido es ahondar sobre los placeres y desengaños del amor, un amor que, como se subraya en los tapices, apunta también hacia una Arcadia donde pastores y pastoras tienen como única ocupación el amor y como trasfondo sus desengaños, a veces mortales, aunque a su alrededor, pacen las consabidas ovejas que, como sus amos, gozan de una eterna y sintética primavera, la de su alta clase social. Los Desengaños se diferencian de manera significativa de la serie anterior, Las Maravillas, en que la palabra la tienen solamente las damas, reunidas de nuevo con sus galanes en otro sarao realizado un año después y organizado por Lisis durante las carnestolendas, en ocasión de su convalescencia: allí, las mujeres se adueñan del discurso. Cuando finaliza el convite, desengañadas de los varones, la mayor parte de ellas se retirará a un convento, algunas –muy pocas– como monjas profesas, otras como seglares, para conformar, no una Ciudad de Dios, sino una Ciudad de las Damas, como la instituida por Christine de Pisan en su libro del mismo nombre a principios del siglo XV:
Muy queridas hermanas, es natural que el corazón humano se regocije cuando ha triunfado de cualquier agresión y cuando advierte que ha confundido a sus enemigos. Ahora tenéis la oportunidad, queridas amigas, de regocijaros honestamente, sin ofender a Dios ni al decoro, contemplando la perfección de esta nueva Ciudad que, si cuidáis, será para vosotras todas (es decir las mujeres nobles) no solamente un refugio, sino una fortaleza contra vuestros enemigos.

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