Mar de Historias
Hambre
Cristina Pacheco
El único sitio al que
Bruno tuvo prohibida la entrada fue la cocina. Era muy amplia, o al
menos así nos lo parecía a Bernardo y a mí, los menores de la familia.
Por lo tanto vivíamos sujetos a ciertas prohibiciones, entre otras
acercarnos a la estufa de gas. Siempre estuvo en el mismo rincón, junto a
la puerta. Dos trasteros se apoyaban contra la pared por donde
ascendían las cucarachas imbatibles, oscuras y brillantes como granos de
café.
La mesa de pino era el mueble más importante de aquella cocina no
sólo por sus funciones naturales sino porque en ciertos momentos se
transformaba en una especie de púlpito desde el cual mis padres o mis
abuelos exponían algún asunto que ameritaba ser analizado o discutido.Quien por lo general tomaba la palabra en las situaciones de emergencia era mi abuelo Gabriel: sobrio, lúcido, justo a su modo. En su opinión los adultos tenían derecho de saber y discutir cuanto sucediera en el mundo y dentro de la familia; en cambio los niños sólo podíamos enterarnos de lo que estuviera al alcance de nuestra comprensión. Sabedores de esa norma, si mi abuelo al anunciar una de sus exposiciones empleaba la palabra
delicadoBernardo y yo nos levantábamos de la mesa dispuestos a cumplir la sugerencia de mi madre:
Vayan a jugar con Bruno. Luego los llamo para que cenen.
II
Nuestra sumisión era falsa. En vez de alejarnos de la
cocina nos metíamos detrás de un bromoso tinaco y desde allí nos
enterábamos de todo: posibles divorcios, embarazos no deseados, deudas
asfixiantes, despidos, distanciamientos. Cada vez con más frecuencia se
impuso a todos esos temas el de la falta de dinero y la necesidad de
reducir gastos y hacer sacrificios.
En este aspecto –el de los sacrificios– mi abuelo también dividía el
mundo en dos hemisferios: el de los adultos, que deben aceptar la
renuncia y someterse a esfuerzos adicionales; y el de los niños, que
merecen estar a salvo de incomodidades y recortes. Así fue hasta que sus
pocos clientes en el taller de zapatero, la falta de trabajo de mi
hermano mayor y los gastos excesivos por la enfermedad de mamá Chayo, mi
abuela, nos llevaron a tocar fondo. Entonces se hizo necesario imponer
una medida extrema: los adultos tomarían sólo una ración de comida
diaria y los niños dos. A cambio de ese privilegio a Bernardo y a mí
iban a pedirnos sólo una cosa: que echáramos a Bruno de la casa.Al oír esta última determinación, Bernardo y yo abandonamos nuestro escondite y fuimos a la cocina para abogar por nuestro perro. Me pareció que mi abuelo destruía la frontera que nos separaba del hemisferio adulto cuando, después de oír nuestras protestas, dijo que esa misma noche, o a más tardar a la mañana siguiente, debíamos separarnos de Bruno.
III
Era un cachorrito cuando mi hermano y yo lo encontramos
un mediodía, a la salida de la escuela, hurgando entre la basura.
Bernardo se acercó a acariciarlo y el perro se alejó. Corrimos tras él,
por juego, sin darnos cuenta de que lo atemorizábamos. Por huir de
nosotros atravesó la avenida. Un ciclista lo atropelló. Nunca olvidaré
los chillidos del perro mientras rodaba por el suelo. Allí estuvo
lamiéndose la pata derecha. Una señora al pasar se detuvo:
Se ve que le duele su patita. Pobre animal. Si pudiera me lo llevaba a mi casa. Luego ella siguió su camino y nosotros el nuestro.
Para lograrlo teníamos que contar, por lo menos, con el permiso de mi madre. Dijo que era una locura, que no sabíamos si el perro estaba enfermo. A Bernardo se le ocurrió decir una palabra mágica:
herido. Eso conmovió a mi madre. Salió a verlo con la intención de curarlo. No pudo acercarse al cachorro pero en cambio le ofreció una lata con agua y unos mendrugos. El perrito los devoró rápido y en un descuido nuestro se metió en la casa. A partir de aquel momento tuvo nombre y comida. A lo largo de dos años y hasta el último día a nuestro lado, Bruno anduvo libremente por todos los cuartos de la casa, excepto la cocina.
Además de muy doloroso y cruel, para mí y para Bernardo resultó muy difícil deshacernos de Bruno. Fuera cual fuese el lugar en donde lo dejáramos, nos seguía hasta que por fin regresábamos a la casa con él y la esperanza de que mi abuelo y mis padres le permitieran permanecer a nuestro lado. No fue así. Mi padre se encargó de la expulsión. Aunque nunca quiso decirnos en dónde lo había dejado, Bernardo y yo durante mucho tiempo tuvimos el sueño de que Bruno volvería. Aún lo conservo. Con frecuencia pongo junto a la puerta de la casa una lata con agua y unos mendrugos.
IV
Fueron momentos de cambios terribles. No me refiero sólo a
lo que significó la ausencia de Bruno sino a nuestros horarios y a la
forma distinta en que empezamos a compartir la mesa. Con el pretexto de
que llegáramos a la escuela sin tantas carreras y con tan poco margen de
tiempo, mi madre decidió servirnos el desayuno más temprano a la hora
en que nadie se había levantado. Bernardo y yo comíamos de prisa, en
silencio, desviando la mirada, sintiéndonos culpables de que ni mis
padres ni mis abuelos pudieran tomar el primer alimento.
Nada más a la hora de la comida nos sentábamos todos a la mesa. En
aquellos breves momentos de convivencia procurábamos imaginarnos que
todo era como antes, no estábamos en plena crisis económica y no era
necesario reducir los alimentos de los adultos a una ración diaria.La hora de la cena era la más amarga. Mi padre demoraba su regreso o se iba a su cuarto. Lo mismo hacían mis abuelos. Sólo mi madre se quedaba en la cocina para ordenar los trastos. Mientras tanto, mi hermano y yo terminábamos de hacer la tarea, procurando no sentir el olor dejado por la comida, no ver la estufa apagada, los platos limpios y ordenados. Como si nos adivinara el pensamiento, mi mamá nos decía:
Qué bueno que hoy comieron bien. Piensen que están en pleno desarrollo.
A pesar de que tanto soñaba con crecer, en aquellos momentos sentía el ansia de estancarme, deshacerme en el tiempo y de no irme a la cama con hambre.
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