jueves, 4 de abril de 2013

La enseñanza.

Qué enseñar y cómo aprender

Por: | 04 de abril de 2013
Alumnos trabajando con una pizarra digital
La responsabilidad de que muchos de nuestros estudiantes aprendan menos de lo debido es en buena parte suya, pero sería una comodísima simpleza pensar que la solución está en sus manos y solo en ellas. La educación no es territorio fértil para las recetas simples. Que algunos jóvenes no aprenden porque son vagos, indisciplinados, desmotivados o están flotando por entre las nubes de su móvil es cierto, pero no deja de ser una observación de bajo valor terapéutico y alto poder anestesiante respecto a las posibilidades de cambio y mejora.
No todas las verdades generan cambios por sí mismas, por mucha solemnidad que les adorne. Y esta es de las que no. Cuando todo el diagnóstico se queda anclado en lo anterior, me gusta deslizar una clásica analogía con el artículo 6 de la Constitución de Cádiz, La Pepa, (“El amor a la Patria es una de las principales obligaciones de todos los españoles y, asimismo, el ser justos y benéficos”) y preguntarme luego por los beneficios prácticos de aquella proclamación fabulosa.
Limitarse a exigir la necesaria responsabilidad personal del estudiante sin apelar a la colaboración de los profesores en el centro y los padres en las casas es algo parecido a una vía muerta. Pero, además, hay factores mucho más poderosos en cuanto a su capacidad de desencadenar cambios. Aunque tengo bastantes papeletas para ser malinterpretado, me centraré solo en uno de ellos: el importante desfase metodológico y pedagógico que padecemos en el sistema educativo. O, para ser justo, en buena parte de él, porque hay profesores que se esfuerzan en potenciar el aprendizaje con estilos que nada tienen que ver con la vieja cátedra, que era dignísima en su tiempo, pero hoy ya es disfuncional.
Imaginad que invertimos el paso del tiempo. No hace falta llegar al “Decíamos ayer…” de Fray Luis de León. Quedémonos en los pasados años cincuenta. Si al mejor cirujano del mundo de entonces lo coláramos en un quirófano de hoy, se quedaría más o menos como nosotros: con los ojos como platos y sin saber qué hacer. Los métodos y las tecnologías aplicadas han evolucionado tanto que lo habrían expulsado de la cirugía.
Vayamos ahora a finales del siglo XVI y traigamos a un eximio profesor: Fray Luis de León. Si volviera a un aula, seguro que no se sentiría como una cabra en un garaje, porque su metodología sería similar a la de no pocos profesores actuales. Vale decir que un cirujano de hace medio siglo ya no podría ejercer, pero un profesor de hace cuatro o cinco siglos apenas llamaría la atención. ¿Es para quedarse tan tranquilo, echándole la culpa a los macabros inventos pedagógicos, mientras miramos para otra parte?
Alumnos con tablets
¿Qué quiere decir esto? Que la educación se ha quedado metodológicamente anticuada. Que el tiempo no ha cambiado mucho las cosas en ese aspecto. Que las tecnologías aplicables al aprendizaje han entrado en clase de una forma tan superficial e inconsistente que aún no han aportado casi nada a la manera de aprender.
Mucha gente se quedaba tan contenta cuando los gobiernos anunciaban inversiones en ordenadores (en aquel pasado mitológico), pero aquellos grandes anuncios siempre me parecieron una pamema descomunal. Porque lo importante no son los aparatos, es la formación; lo importante no es la tecnología, sino hasta qué punto se incorpora con eficiencia a la manera de aprender del destinatario. Eso es lo importante: centrarse en mejorar la manera de aprender, no comprar aparatitos que se usan sin criterio (si se usan). Probablemente Fray Luis pensaría hoy: “No sé para que sirve ese artefacto, pero yo, a lo mío”. Y ningún alumno se extrañaría, porque están acostumbrados a profesores que, de algún modo, parecen estar hablando a los bancos de madera de la majestuosa aula Fray Luis de León de la Universidad de Salamanca.
Aula Fray Luis de León en la Universidad de Salamanca
Hay aulas en las que se trabaja como si en las cocinas aún hiciéramos el salmorejo a mano, en lugar de con la batidora o la Termomix. ¿Qué es más auténtico a mano? Permitidme tildar esa opinión de mero arrebato tecnofóbico. ¿Que en las aulas antiguas había figuras extraordinarias como el propio Fray Luis? Por supuesto, pero no será porque ahora las malogre la pedagogía o la metodología de aprendizaje.
A pesar de las alergias que suscita esta frase, hoy sabemos que, en educación, el qué es trascendental (sin un qué de calidad, ya no hay más que añadir), pero ese gran qué, sin el consiguiente cómo, corre el riesgo de convertirse en una verdad etérea que flota majestuosa en el vacío sideral que a veces generan los alumnos en el aula.
Aunque imagino que no lograré neutralizar los malentendidos, insisto en dejar sentado que el cómo jamás podría diluir la importancia del qué. Y este dilema remite en realidad a otro que está en el corazón de la educación: enseñanza o aprendizaje (iba a escribir versus, pero es más sensato poner o). Parece lo mismo, pero no lo es. En pocas palabras, hablamos de conocimiento aportado o conocimiento asimilado. Más que un post, necesitaría un libro para desarrollar la idea (que no es nueva, ni mucho menos), así que esbozaré una versión esquemática. Pero antes pido permiso para soslayar el perpetuo debate colateral de la LOGSE (que frecuentemente degenera en una charla tan autoafirmativa como estéril para modificar la realidad) y concentrarme en el dipolo enseñanza-aprendizaje.
Son dos conceptos íntimamente relacionados, pero no intercambiables. En una lluvia desordenada de ideas, y con los matices que se desee, un enfoque centrado en la enseñanza suele dar más importancia al temario establecido que a atender a las peculiaridades, necesidades o curiosidades de los estudiantes; a lo que el profesor conoce, más que a lo que el estudiante necesita; al procedimiento establecido, más que a las dinámicas vivas del aula; a la teoría, más que a la práctica; a la exposición magistral, más que al trabajo colaborativo de los estudiantes; al dictado del profesor, más que a la presentación de trabajos; a la información literal, más que a estimular la singularidad creativa; al examen como único instrumento de evaluación, más que a la evaluación continua (real, no ficticia); al estudio individual, más que a los trabajos especiales como forma monitorizada de descubrimiento y aprendizaje; a la ciencia en el aula, más que a la ciencia en el laboratorio; al libro de texto, más que a los recursos tecnológicos coherentes y eficaces; al libro único, más que al entrenamiento en el manejo de documentación complementaria; al alumno promedio alto, más que al refuerzo (si fuera posible) de alumnos con ligeros déficits; a las calificaciones, más que a las notas con propuestas directamente orientadas a la mejora, y, lo más relevante en mi opinión: al aprendizaje memorístico, más que al aprendizaje significativo.
Como es obvio, un enfoque centrado en el aprendizaje hace hincapié en todos los segundos términos del párrafo anterior. No se trata de que los primeros sean detestables y los segundos la panacea universal (no hay panacea en educación), pero estoy convencido de que la mejora de la educación exige inclinar decididamente la balanza hacia el aprendizaje, sin que ello signifique la exclusión indiscriminada de los primeros términos de la anterior enumeración. Se trata simplemente de un proceso de reponderación que habilite incluso ulteriores procesos de desaprendizaje (¿o no tuvieron que desaprender, con perdón por el verbo, los pioneros de la relatividad, la física cuántica y, más tarde, la teoría de las supercuerdas?).
Salvo excepciones, no es concebible un aprendizaje acelerado sin la correspondiente enseñanza, pero una enseñanza egocéntrica (más pendiente de lo que se transmite que de lo que realmente se recibe) provoca disfunciones notables en los procesos individuales de aprendizaje.
Alumnas en el laboratorio de Física
No olvidemos que la educación es en esencia un proceso comunicativo, y este no existe sin sus dos polos: emisor y receptor. Tampoco olvidemos que, en última instancia, la unidad de aprendizaje es la persona, no el grupo de personas de un aula (aunque también para esto hay modernas teorías contrarias).
Alguna vez algún amigo me ha preguntado cómo resumiría en un titular el cambio metodológico que necesita la educación española. No soy capaz de hacerlo en un titular, porque me saldría una simpleza. Pero, si valen tres ideas a las que les daría una gran prioridad en el tiempo, serían estas:
  1. aprendizaje significativo (basado en la comprensión y en la generación de redes conceptuales listas para la ampliación),
  2. inteligente integración de recursos tecnológicos validados directa y personalmente por cada profesor en concreto,
  3. y, al estilo anglosajón, muchos más trabajos complejos (individuales y colectivos) y creativos que exámenes (especialmente, los meramente reproductivos). No propugno la desaparición de los exámenes, que son casi imprescindibles: solo su equilibrio con los trabajos.
Creo que eso sería una revolución para la mente de muchos profesores (y para su actividad diaria), pero también sería fundamental para que nuestros estudiantes caminaran con mucha mayor soltura por el camino de un autoaprendizaje sólido, versátil y automotivado.
Todo ello, presidido por la misma idea que vertebra los procesos comunicativos: una vez que se tiene la idea, lo importante es cómo llega al destinatario ("Saber expresar una idea es tan importante como la idea misma", decía Aristóteles). En nuestro caso, el que aprende.
Entre otras cosas, porque hoy día apreciamos y necesitamos algo que antiguamente se valoraba menos: el pensamiento crítico, la creatividad, la divergencia intelectual, la libertad de razonamiento, la búsqueda de nuevos caminos. O deberíamos hacerlo. Es evidente que debemos facilitar y acelerar el aprendizaje de los alumnos, pero no tiene sentido plantearlo en términos que supongan la erradicación de esa creatividad intelectual que tanto necesitamos en el mundo moderno.


Nota.
A lo largo del post he hecho referencia al alto riesgo en que se incurre hoy cuando se habla de enfoques pedagógicos. Los partidarios de la vieja escuela identifican cualquier comentario sobre inquietudes didácticas, metodológicas o pedagógicas, menos las suyas (que no consideran una tendencia, sino la Religión verdadera) con peregrinas ideas como el aprobado general, la estupidez generalizada, el amigoteo entre profesores y estudiantes, y, casi, la decadencia del Imperio Romano.
Así que asumo la posibilidad de ser tildado de pedagogo de salón, adalid de la vagancia, promotor de la indisciplina o profeta de la desidia. Haré una pequeña aclaración que nadie me ha pedido: soy tan crítico con las metodologías de enseñanza desfasadas como con la inmadura idea de que es posible lograr algo importante sin muchísimo esfuerzo. En mi libro Soy estudiante y necesito ayuda utilizo la palabra esfuerzo 179 veces y la palabra cambio 133 veces. Sin esfuerzo no es posible el cambio, y sin cambio no es posible la mejora.
De hecho, considero que aquellos jóvenes que pasan por toda una etapa de su vida tan importante y duradera como la de estudiante (una veintena de años en promedio) sin apenas esforzarse incurren en una grave responsabilidad moral.
Y no se merecen lo que reciben, aunque la sociedad esté genéricamente obligada a dárselo.

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