Tiempos imperecederos
Los yogures serán imperecederos, como Carlos Fabra, Los Amaya o la reina Isabel
de Inglaterra
Dos grandes escuelas de pensamiento han dominado despóticamente el
mercado de los derivados lácteos. Para la escuela científica, los
yogures no caducan, nunca se estropean, porque lo impide su naturaleza
de producto fermentado; para la escuela mercantil, triunfante durante
decenios, el yogur caduca a los 28 días y no hay más que hablar. Pasado
el plazo, tira uno el envase a la basura y se compra otro. El ministro
de Agricultura, Arias Cañete, curtido en caducidades y seísmos
alimentarios —gestionó con irreductible optimismo la catástrofe de las
vacas locas— ha terciado en favor de la tesis de la perennidad. Desde el
29 de marzo, los yogures no tendrán fecha de caducidad, sino una
recomendación de consumo preferente, decidida por el fabricante. Pasada
esa fecha, el lácteo seguirá siendo apto para el consumo, pero perderá
aroma y sabor. Los yogures serán imperecederos, como Carlos Fabra, Los
Amaya o la reina Isabel de Inglaterra.
Arias Cañete sigue un plan. Responde, con razón, a la estrategia europea para reducir el volumen de alimentos en buen estado que los sobrealimentados europeos (al menos hasta la crisis) arrojan sin miramiento a los desperdicios. Las cuentas abruman, como todas las que se exponen con puntillosa certeza. Los españoles tiran todos los años a la basura casi ocho millones de toneladas de alimentos perfectamente consumibles; que en toda Europa se desperdician al año más de 89 millones de toneladas de alimentos y que en todo el mundo se pierde un tercio del volumen total de alimentos producidos. El Parlamento Europeo se ha propuesto reducir tan dramático despilfarro a la mitad hasta 2025.
La iniciativa consuela a quienes piensan en los millones de hambrientos del planeta. Pero provoca graves interrogantes. Una clásica: ¿Por qué se ha permitido hasta ahora tirar los yogures sanos? Otra, comparativa: ¿Por qué tanta prisa en poner al yogur en onda con Europa y tan poca en hacer lo propio con la regulación sobre desahucios? Una tercera, económica: ¿Hay un estudio sobreel impacto de la disposición en la facturación global de las lácteas, o se ha hecho todo al buen tuntún? Y fin: el Gobierno ¿tiene fecha de caducidad o es imperecedero, como los yogures?
Arias Cañete sigue un plan. Responde, con razón, a la estrategia europea para reducir el volumen de alimentos en buen estado que los sobrealimentados europeos (al menos hasta la crisis) arrojan sin miramiento a los desperdicios. Las cuentas abruman, como todas las que se exponen con puntillosa certeza. Los españoles tiran todos los años a la basura casi ocho millones de toneladas de alimentos perfectamente consumibles; que en toda Europa se desperdician al año más de 89 millones de toneladas de alimentos y que en todo el mundo se pierde un tercio del volumen total de alimentos producidos. El Parlamento Europeo se ha propuesto reducir tan dramático despilfarro a la mitad hasta 2025.
La iniciativa consuela a quienes piensan en los millones de hambrientos del planeta. Pero provoca graves interrogantes. Una clásica: ¿Por qué se ha permitido hasta ahora tirar los yogures sanos? Otra, comparativa: ¿Por qué tanta prisa en poner al yogur en onda con Europa y tan poca en hacer lo propio con la regulación sobre desahucios? Una tercera, económica: ¿Hay un estudio sobreel impacto de la disposición en la facturación global de las lácteas, o se ha hecho todo al buen tuntún? Y fin: el Gobierno ¿tiene fecha de caducidad o es imperecedero, como los yogures?
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