Para qué hacer la guerra si podemos hacer el amor!
Gabriela Rodríguez
Así gritaban sujetos bien ubicados: ¡Para qué hacer la guerra si podemos hacer el amor!” Jóvenes que salieron a tomar las calles el sábado pasado en la trigésima marcha del orgullo LGBTTTI (lésbico, gay, bisexual, transexual, travesti, transgénero e intersexual) de la ciudad de México. Esto ocurre dos días después de la reunión del Castillo de Chapultepec, de ese encuentro histórico que Javier Sicilia selló entregando a Felipe Calderón un escapulario y un rosario, y cuya respuesta del mandatario puede resumirse en una frase: “Lo verdaderamente irresponsable hubiera sido no actuar”.
No comparto del todo esta visión, en cuanto encubre la negativa para reorientar la estrategia del Estado ante la violencia; pero además, y regresando al tema de la diversidad sexual, hay veces que más vale no actuar que hacerlo sin conocimiento. Después de que se aprobó el matrimonio de personas del mismo sexo en el DF, Calderón instruyó al procurador general de la República para presentar una controversia de inconstitucionalidad ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación, la cual más tarde, y afortunadamente, fue rechazada por ésta.
Esas iniciativas retardatarias son infiltraciones que ha logrado la Iglesia católica por medio de la elite política que se formó en sus escuelas y que hoy detenta las principales posiciones de poder. Recientemente Eruviel Ávila, el candidato priísta a la gubernatura del estado de México, se pronunció en contra de que personas homosexuales puedan adoptar niños, aunque después rectificó para agregar que respetaría la decisión de la ciudadanía, si es que se aprobara.
Previsiblemente, Luis Felipe Bravo Mena aseguró que como gobernador no propondría iniciativas de ese tipo. Alejandro Encinas fue el único que señaló que no debe existir discriminación por preferencia sexual en esa entidad; la coalición Unidos Podemos Más representa la visión de Estado laico que ha llevado a garantizar los derechos de la diversidad sexual en el Distrito Federal.
Pero los argumentos que se oponen al matrimonio homosexual no los desarrollaron los candidatos, sino que los ofreció en esos días el obispo de Toluca, Francisco Javier Chavolla: “Si bien la Iglesia acoge con misericordia y comprensión a las personas homosexuales, también sostiene que el acto homosexual es intrínsecamente contrario a la ley natural y es además un desorden moral o pecado grave”.
Esa postura contrasta con la del obispo Raúl Vera López, de la diócesis de Saltillo, quien ha expresado repetidamente su apoyo a la unión civil entre personas del mismo sexo. Sin embargo, el rechazo a la homosexualidad se origina en las Sagradas Escrituras, tal como lo señaló Juan Pablo II en la teología del cuerpo: “El relato del Génesis enseña que la diferencia sexual forma parte constitutiva de la persona y la define de manera esencial.
Somos hombre o somos mujer en todas las dimensiones de nuestra persona. Somos, hombre y mujer, con la misma humanidad, pero la diferencia sexual nos identifica hasta la raíz de nuestro ser y nos constituye como personas permitiéndonos la complementariedad necesaria para la entrega de nosotros mismos. La idea del matrimonio como sacrificio de Cristo en la cruz implica una relación heterosexual, que el esposo y la esposa acepten ‘crucificar su carne con sus pasiones y sus concupiscencias’”.
Las concepciones de la teología del cuerpo resultan distantes de la juventud actual. Benjamín, un joven que se me cruzó en la marcha vendiendo flores adornadas con diamantina, explica su propio sentido religioso. Con botas pesadas y una cruz dorada sobre vestido negro de encaje, la cara pintada de blanco y los ojos delineados en rojo sangre, me explica: “Yo me identifico como ‘visual’, un estilo centrado en la imagen que tiene influencia de la moda victoriana, Lolita y el Rococó, de subgéneros como el gótico, el punk y el teatro kabuki, en el que hombres japoneses representan el papel de las mujeres.
Yo soy heterosexual pero apoyo a gays, lesbianas y homosexuales, porque a mí me tratan como si lo fuera, porque esta lucha es por una igualdad para todos los seres humanos. Y soy cristiano, pero no lo tomo como religión, la religión no tiene que ver con los movimientos, para mí es tener una base espiritual, porque ningún ser humano tiene nada si no tiene a Cristo en la mira. A Dios no le importa tu orientación, lo único que le interesa es que pongas tu corazón”.
La movilización de los LGBTTTI tiene además un sentido de amor y solidaridad a lo chilango: “Leyes sin discriminación para toda la nación”, un impulso con fuerza centrífuga para extender los derechos sexuales desde la capital y hacia el interior del país. Es al mismo tiempo un carnaval y una afirmación política del exceso como ética contemporánea, donde no solamente se resignifican los símbolos de la revolución sexual de los años 60 y se vuelve a cimbrar el pavimento del Paseo de la Reforma que precalentó el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, sino que las disputas del cuerpo esta vez cobraron un sentido antibélico y de libertad territorial.
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