La hora de Hillary Clinton
Es dueña de una carrera dramática, confundida entre su vida personal
y su trayectoria política.
Recientemente fue ingresada por un trombo en la cabeza que ha superado con éxito.
Esta es la crónica de una ambición por el poder que despega a la sombra de Barack Obama.
Después de haber visitado 112 países y de haber completado 1.528.403
kilómetros en sus cuatro años como secretaria de Estado, los seis
kilómetros y medio que recorrió en enero entre sus oficinas en Foggy
Botton y el edificio del Capitolio se cuentan entre los más largos de
este interminable viaje de Hillary Clinton hacia la historia.
Era uno de sus últimos días en el cargo. Un frío polar anunciaba la primera nevada del año en Washington. Hillary Clinton o Hillary Rodham Clinton, como intentó ser durante sus primeros años de matrimonio, o Hillary a secas, como frecuentemente se le denomina, con la llaneza que se reserva para las mujeres o los políticos extraordinariamente populares, tenía que comparecer ante las comisiones de Asuntos Exteriores del Senado y de la Cámara de Representantes sobre los sucesos del 11 de septiembre de 2012, que costaron la vida en Bengasi al embajador de Estados Unidos en Libia, Christopher Stevens, y otros tres ciudadanos norteamericanos.
Ese episodio es el único borrón de una actuación espléndida al frente de la diplomacia estadounidense y, tan importante como eso, uno de los momentos más dolorosos de sus años de servicio a esta Administración. Stevens era amigo de Clinton. Hombre decidido, capaz, abierto y liberal, representaba la quintaesencia de lo que Clinton considera el diplomático moderno. Su muerte le causó un profundo impacto.
Era uno de sus últimos días en el cargo. Un frío polar anunciaba la primera nevada del año en Washington. Hillary Clinton o Hillary Rodham Clinton, como intentó ser durante sus primeros años de matrimonio, o Hillary a secas, como frecuentemente se le denomina, con la llaneza que se reserva para las mujeres o los políticos extraordinariamente populares, tenía que comparecer ante las comisiones de Asuntos Exteriores del Senado y de la Cámara de Representantes sobre los sucesos del 11 de septiembre de 2012, que costaron la vida en Bengasi al embajador de Estados Unidos en Libia, Christopher Stevens, y otros tres ciudadanos norteamericanos.
Ese episodio es el único borrón de una actuación espléndida al frente de la diplomacia estadounidense y, tan importante como eso, uno de los momentos más dolorosos de sus años de servicio a esta Administración. Stevens era amigo de Clinton. Hombre decidido, capaz, abierto y liberal, representaba la quintaesencia de lo que Clinton considera el diplomático moderno. Su muerte le causó un profundo impacto.
Se trata de una constante en la
carrera de esta figura algo dramática: la conjunción reiterada entre
sus afectos y sus decisiones, entre su vida personal y su trayectoria
política. También en 1993, poco después de llegar a Washington por
primera vez como primera dama, tuvo que soportar la muerte por suicidio
de su amigo y colaborador Vince Foster en medio de una tormenta política
que acabaría de retirarla del primer plano durante bastantes años.
Stevens no era, ni mucho menos, tan próximo como Foster, pero igualmente
le da una dimensión íntima y trágica al conflicto político desatado en
Bengasi.
Por eso, entre otras cosas, llegó Clinton al Congreso el miércoles día 23 especialmente encendida para esta declaración.
Fue vestida de verde. Aunque ella, a quien le costó aceptar que la moda
formaba inevitablemente parte de su imagen, lamentaría que se reparase
en este detalle. Seguramente, un experto le añadiría a ese verde alguna
mayor precisión de tonalidad. Pero dejémoslo en verde, color que refleja
relajación y paz interior, y que en esta oportunidad servía para
resaltar que el
percance de salud sufrido durante las Navidades, cuando la secretaria
de Estado tuvo que ser ingresada en un hospital por una caída y un
posterior trombo en la cabeza, había sido superado con éxito. El
abandono temporal de las lentes de contacto y el regreso a las gafas de
gruesos cristales son, temporalmente, las únicas secuelas de ese
episodio.
“Es un placer verla plenamente recuperada y tan combativa como siempre”, le recordó el senador John McCain, uno de tantos rivales políticos
y, al mismo tiempo, admirador de Clinton. Fue otro senador republicano
presente en esa comparecencia, Ron Johnson, la principal víctima de la
rabia contenida por la secretaria de Estado desde que los conservadores
quisieron convertir los sucesos de Bengasi en un escándalo con el que
arruinar su trayectoria. “Con todo el debido respeto”, le dijo, subiendo
la voz y golpeando la mesa con el puño, “el hecho es que tenemos cuatro
norteamericanos muertos. Si eso es como consecuencia de una protesta o
porque unos cuantos tipos salen una noche de paseo decididos a matar
algunos estadounidenses, ¿qué diferencia hay?, ¿qué importa eso en estos
momentos?”. Quizá importe, pero ese grito enmudeció la sala y dejó al
tal Johnson buscando una respuesta que hasta el día de hoy no ha
encontrado.
La cólera de Hillary Clinton es
uno de los muchos tópicos de una leyenda nacida desde su primer día en
Washington. Al Ala Este de la Casa Blanca, donde reside la familia del
presidente, se le denominaba en ese tiempo El territorio de Hillary,
como advertencia para no cruzarlo. Incluso en el Ala Oeste, donde están
las oficinas, se tenía mucho cuidado de no contradecir a la primera
dama. Bill Clinton ofreció en su campaña presidencial a “dos por el
precio de uno”, y nadie dudaba de que su principal consejero era su
propia esposa.
Por esa razón, en esos primeros
años, Hillary Clinton fue el blanco principal de los ataques de la
derecha, que la demonizó como nunca antes se había conocido y nunca más
se vería hasta Barack Obama. La presión sobre ella, agudizada por el
fracaso de su proyecto de reforma sanitaria, llegó a tal grado que uno
de los asesores que el presidente contrató para sacarle de los peores
momentos de apuro durante su primer mandato, Dick Morris, la calificó
como “el mayor lastre de esta presidencia”.
Hillary Clinton se hizo
entonces a un lado, se dedicó a asuntos más tradicionales de su
posición, la protección de la infancia y la defensa discreta de los
derechos de la mujer, y permaneció en segundo plano hasta que su marido
volvió a necesitarla, y mucho, por el estallido del escándalo de Monica Lewinsky.
Ella no ha confesado aún qué va
hacer a partir de ahora. El día que volvió al trabajo después de su
enfermedad tuvo un breve encuentro con los periodistas.
–¿Lista? ¿De vuelta al ritmo habitual? – le preguntaron.
–De vuelta –contestó.
–¿Dispuesta a terminar este trabajo?
–Sí. Es un poco agridulce,
porque ha sido una experiencia extraordinaria y he trabajado con un
equipo impresionante. Pero ahora hay que poner fin a esto y dejar las
cosas lo mejor posible para que el senador John Kerry (su sucesor) las
continúe.
–Y después, ¿el retiro?
–No es esa es la palabra exacta, pero desde luego bajar un poco el acelerador por un tiempo.
Bastó eso para confirmar lo que
todo el mundo da por hecho en Washington: que será la candidata a la
presidencia por el Partido Demócrata en 2016. Por qué no iba a serlo. Ha
demostrado capacidad de sobra y llegará a la fecha de esas elecciones
con una edad más que aceptable, 69 años recién cumplidos, los mismos con
los que Ronald Reagan fue elegido por primera vez. Sobre todo, no hay
un político más popular en este país. Lleva siendo desde hace más de una
década uno de los personajes mejor valorados en Estados Unidos, y no
hay duda de que es la mujer más famosa y reconocida del mundo. Hace
apenas unos días, una encuesta de la CNN le daba un 91% de apoyo entre
los demócratas, pero también un 65% entre los independientes y hasta un
37% entre los votantes republicanos. Si las elecciones fueran mañana,
Clinton sería con seguridad la nueva presidenta.
Pero las elecciones son dentro
de cuatro años, y probablemente Hillary Clinton tendrá algunas cosas que
resolver, en su cabeza y en su entorno, antes de dar el paso que
todos esperan que dé. Y tendrá que buscar dinero, porque, aunque los
Clinton han reunido una respetable fortuna con los años –lo suficiente
como para que se rumoree estos días que están buscando una casa de
vacaciones en la exclusiva zona de los Hampstons–, necesitará mucho más
para una campaña presidencial. Lo seguro es que, si da un paso adelante,
las Monica Lewinsky de su pasado y toda su vida junto a Bill
Clinton reaparecerán como parte inseparable de la biografía que ha
generado esta personalidad tan excepcional.
“Más que Eleanor y Franklin
Roosevelt, Bill y Hillary Clinton demuestran la intersección de lo
personal y lo político. Ninguna personalidad en la historia reciente
habla más convincentemente sobre la necesidad de entender que lo
personal y lo político son inseparables”, afirma el historiador William Chafe en el libro Bill and Hillary.
Se ha especulado tanto sobre
por qué Bill y Hillary siguen juntos, sobre qué habría sido de cada uno
de ellos por separado, qué destino habrían seguido si ni siquiera se
hubieran conocido. Por lo general, se tiende a imaginar una mejor suerte
para ella que para él. Pero la realidad es que han afrontado juntos
todas las empresas que se han propuesto desde que se encontraron como
estudiantes de la Universidad de Yale en 1970, él ya como activista
demócrata, ambicioso y desmesurado, y ella todavía como republicana,
prudente y conservadora. Y juntos, probablemente, abordarán, primero,
esta nueva etapa de intensa convivencia en su hogar de Chappaqua (Nueva
York), y después, si llega, la conquista de la Casa Blanca.
Su matrimonio con Bill Clinton
ha hecho parecer a Hillary Clinton poderosa, por supuesto; generosa,
muchas veces; pero también sumisa, tolerante con sus múltiples
infidelidades y, sobre todo, fría y calculadora. La gente ha
chismorreado alegremente sobre si debía o no haberse separado de él o
sobre si siguen juntos únicamente por conveniencia. ¡Como si alguien
pudiera saber por qué siguen juntas la mayoría de las parejas! En sus memorias, Living history,
ella comenta lo siguiente al respecto: “A menudo me preguntan por qué
Bill y yo seguimos juntos. No es una pregunta que me guste, pero, dada
la naturaleza pública de nuestras vidas, sé que es algo que me van a
preguntar una y otra vez. ¿Qué puedo decir para explicar un amor que ha
persistido durante décadas y que ha crecido a través de nuestras
experiencias compartidas de haber tenido una hija, haber enterrado
juntos a nuestros padres y haber atendido a nuestras familias, de haber
tenido una vida llena de amigos, una fe común y un compromiso permanente
con nuestro país? Lo único que sé es que nadie me comprende mejor que
Bill y que nadie me hace reír como él. Incluso después de todos estos
años, Bill sigue siendo la persona más interesante, vigorosa y llena de
vida que he conocido”.
Ha sido una relación accidentada, no hay duda. En su libro A woman in charge,
Carl Bernstein dice haber descubierto que Hillary Clinton se planteó el
divorcio en 1989, cuando Bill era todavía gobernador de Arkansas,
después de que le confesara que se había enamorado de otra mujer. Y la propia Hillary ha reconocido que ambos se sometieron a terapia de pareja para salvar su matrimonio después del asunto Lewinsky.
Ese fue, desde luego, el peor momento de su vida juntos. “Por razones
que él tendrá que explicar, violó mi confianza, me hirió profundamente y
él dio a sus enemigos algo real para explotar después de años de falsas
acusaciones. Mis sentimientos personales y mis ideas políticas estaban
en colisión. Como su esposa, quería retorcerle el pescuezo. Pero no era
solo mi esposo, también era mi presidente, y pensé que, a pesar de todo,
Bill dirigía el país y el mundo de una forma que yo seguía apoyando”.
Bill Clinton trató de compensar
ese daño y pagar esa lealtad poniéndose desde entonces al servicio de
la carrera política de su esposa, que tenía muy buenas perspectivas
cuando ella comenzó a trabajar para la campaña del conservador Barry
Goldwater y después, ya como demócrata, para la de George McGovern, y
que tuvo que cambiar por la de abogada para seguir a su marido a
Arkansas. Pero al mismo tiempo, el caso Lewinsky fue una forma
de liberación para Hillary, que nunca más volvió a dar prioridad a las
necesidades de Bill. A partir de ese momento, Hillary tomó en serio la
oferta de competir por un escaño en el Senado por el Estado de Nueva
York. Cumplió ocho años en el Capitolio en lo más alto de respaldo en
las encuestas. Y, desde esa posición triunfante, preparaba en 2007 su
mudanza a la Casa Blanca –ahora ya al Despacho Oval– cuando un
desconocido y novato senador de Illinois llamado Barack Obama se le
cruzó en el camino.
La relación entre Hillary
Clinton y Obama, que evolucionó desde la más fiera rivalidad hasta la
más fructífera alianza, es uno de los grandes objetos de estudio
político en EE UU. Dos personalidades tan infrecuentes, juntas en un
mismo periodo histórico, pueden dan lugar a extraordinarios momentos de
competencia y de éxito. Los dos aparecieron excepcionalmente juntos hace unos días en el programa 60 minutes,
y Clinton dio una explicación muy sencilla de por qué había decidido
colaborar con el presidente después de todas sus disputas a lo largo de
2008: “En la política y en democracia unas veces se ganan elecciones y
otras se pierden. Yo trabajé muy duro y perdí. Y después el presidente
Obama me pidió ser su secretaria de Estado y dije sí. ¿Por qué dije sí?
Porque ambos queremos a nuestro país”.
Son muchos años con Hillary
Clinton en el centro de la atención. Pocas figuras han cautivado el
interés durante tanto tiempo. Desde su primera aparición en el escenario
nacional e internacional, son ya más de 20 años de entrevistas, ruedas
de prensa, declaraciones en el Congreso, reportajes y libros. Poco queda
por decir de Hillary Clinton. Todos tienen ya una opinión sobre ella.
Para unos será una feminista y una bandera de la causa progresista; para
otros, una oportunista y una arribista. Para unos es muy buena, muy
buena, muy buena, y para otros es muy mala, muy mala, muy mala. Son
menos los que se quedan en el medio.
Y, sin embargo, en el medio es
donde, seguramente, se encuentra. Ha destacado por proteger a las
mujeres, sobre todo de la discriminación brutal que sufren en algunos
países del Tercer Mundo, pero no ha militado abiertamente en la causa
feminista, ni siquiera en su juventud. Es demócrata porque el Partido
Republicano no la aceptó como es –ella dice que no es que ella dejara el
Partido Republicano, sino que el Partido Republicano la dejó a ella–, y
porque Bill Clinton se cruzó en el camino, pero nunca ha sido una
izquierdista. De hecho, votó a favor de la guerra de Irak. En su
comparecencia sobre Bengasi, incluso sonó como una neocon
cuando se quejó de que EE UU haya renunciado a dar “la batalla
ideológica” contra el extremismo. Como la mayoría de los personajes que
han perdurado, es una mujer que sabe adaptarse a su tiempo y cambiar en
la medida en que este cambia. Pertenece a esa generación intermedia
entre los heroicos combatientes de la Segunda Guerra Mundial y la
extravagante opulencia de los ochenta, una generación que tuvo que
encontrar su propio hueco en la historia con mucho trabajo y, en
general, escaso reconocimiento.
“No tiene el poder seductivo, la gracia y el glamour
de Ségolène Royal, ni el antiguo encanto de abuela de Madeleine
Albright”, afirma la periodista y escritora Amy Wilentz. “En parte eso
es una característica personal, pero en parte es porque está en medio de
esas dos generaciones. Hillary es de la generación de chicas que fueron
criadas por madres que adoraban el rosa y los encajes y después ellas
se vistieron con rompas amplias, vaqueros y minifaldas; una generación
de mujeres que iban sin sujetador cuando eran jóvenes y que en su
madurez nunca llegaron a tener una moda definida”.
Igual de indefinida es su
ideología y, quizá, hasta su personalidad. Se conocen más las
caricaturas de Hillary que a ella misma. Quizá porque nunca se ha
expuesto verdaderamente al público, pese a haber pasado tanto tiempo
bajo los focos, por lo discreta que es, por lo ordenada que es, por lo
controlada que es. William Chafe cita a un amigo íntimo que asegura que
“Bill ha sido lo único salvaje en la cerebral existencia” de Hillary
Clinton.
Debajo de cada careta hay un
ser humano, y seguramente, después de tantas vueltas con su carácter,
Hillary sea tan irregular y contradictoria como cualquier otro.
Bernstein concluyó que Hillary “no es ni el demonio que percibe la
derecha ni una santa feminista, no es ni siquiera un personaje
emblemático de su tiempo, quizá es más antigua que moderna”. “Su
historia”, afirma, “es una historia de fortaleza y vulnerabilidad, una
historia de mujer. Es una mujer inteligente, dotada de energía,
entusiasmo, humor, temperamento, fortaleza interior, espontaneidad en
privado, casi letal capacidad de venganza, una vida real forjada en
profundas heridas y con la oratoria de un marinero (o de un sacerdote);
todo evidencia de su pasión, que, en el fondo, es su rasgo más
entrañable”.
El año pasado, durante la cumbre de las Américas en Cartagena (Colombia),
coincidí en un desayuno en la mesa de al lado de Hillary Clinton, que
compartía un momento relajado con sus asesores. Conté que siete de los
presentes eran mujeres y dos hombres. Era fácil apreciar la comodidad
con la que todos hablaban y el afecto que les unía. Hillary reía con
frecuencia y todos parecían disfrutar juntos. Aquella escena alejó para
siempre la imagen de inflexible gobernanta que había prevalecido durante
mucho tiempo.
Desde Cartagena salió para
Asia, donde ha pasado varios meses en los últimos cuatro años y donde ha
vivido algunos de los momentos más memorables de su gestión en la
Secretaría de Estado, como su encuentro con la premio Nobel de la Paz
Aung San Suu Kyi. “No ha tenido éxitos espectaculares, pero su
incansable tarea ha ayudado en gran medida a mejorar la credibilidad de
Estados Unidos”, opina Aaron David Miller, vicepresidente del centro de
estudios Woodrow Wilson.
Un día después de aquel
recorrido tenso para dar explicaciones sobre el fiasco de Bengasi,
Hillary Clinton volvió a hacer el mismo trayecto con un propósito mucho
menos arriesgado, aunque igual de emotivo: acudió de nuevo al Senado
para introducir formalmente a su sucesor, otro viejo conocido y otro
viejo rival que la abandonó por Obama en 2008.
Esta es la historia de Hillary Clinton. Amigos, rivales, traiciones,
reconciliaciones, nuevas traiciones y nuevas reconciliaciones, propios
de una carrera larga, una vida intensa y una mujer extensa. Cada final
ha sido para Hillary Clinton un principio también: el final de Yale es
el inicio de Arkansas; el final de la Casa Blanca es el comienzo del
Senado; del final de la carrera presidencial nace la secretaria de
Estado. Su despedida de la diplomacia anticipa también un brillante
futuro.
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