lunes, 11 de febrero de 2013

Rubén Bonifaz Nuño

El hombre que sabía demasiado
Hermann Bellinghausen
C
uando se hayan disipado los últimos inciensos, los homenajes nacionales y las-loas-interminables, su obra seguirá ahí. Si México es afortunado y dentro de 50 o 100 años alguien lee aún poesía, es muy posible que atesore, y bien, los numerosos iluminados versos de Rubén Bonifaz Nuño, poeta mayor donde los haya. La posteridad, esquiva y rara, da sorpresas, obedece leyes propias, pero no podrá sino ser generosa con él. Ni fundador ni culminación de nada, simplemente en la médula de lo más logrado y digno de nuestra tradición, la de, ustedes disculparán, nuestros clásicos. Un poeta en estado natural.
Si sólo hubiera dejado tras de sí De otro modo lo mismo y Versos, los razonables volúmenes que recogen su obra poética (como hizo Alí Chumacero, por ejemplo), Bonifaz Nuño ya tendría ganado su lugar en la construcción de la belleza en las mejores alturas de nuestra lengua.
Pero como saben mejor quienes lo frecuentaron, fue un hombre complejo, lleno de matices y subterfugios. Y sobre todo, autor de muchas otras obras admirables. Reconocido como uno de los grandes latinistas de nuestra era, y helenista también, convirtió en una escuela la Bibliotheca Sciptorum Graecorum et Romanorum Mexicana, y se dio a traducir desde joven a Horacio, y se siguió con Lucano, Virgilio y los demás, y ni Homero lo detuvo. Se señaló en algún momento que algunas traducciones suyas pecaban de solemnes, por mantener apego íntimo con el original. Como sea, sus versiones de Catulo y Ovidio debería leerlas aquel que lea deveras.
Hombre de instituciones hasta devenir institución él mismo, fue también y por largo tiempo funcionario en la cúpula de una burocracia poderosa, la que controla la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) hace 41 años. Bonifaz Nuño fue, de principio a fin, puma como el que más. Allí hizo su casa y su larva. Quizá ningún otro académico ocupó tantos cargos directivos sucesivamente dentro de la UNAM. Eso lo hizo asiduo del Consejo Universitario, bien vestido como nadie, corbata, fistol y reloj de cadena, escudado en una timidez que, inteligente como era, aprendió a usar de arma y plug-in/plug-out del mundanal mundo. Poseyendo como poeta una sensibilidad social envidiable, un ánimo de bolero y drama nada elitista, a la intemperie de los pobres, siempre estuvo con el poder, académico y conservador en este caso, y decidió ser parte de él.
Y no sólo. De manera menos vistosa y expansiva que otras figuras dominantes de la literatura mexicana, como Octavio Paz o Carlos Monsiváis, ejerció un verdadero poder cultural. De su tronco crecieron poetas y latinistas de diversas generaciones, muchos ocuparían cargos directivos en bibliotecas, universidades, institutos nacionales, revistas, colecciones, centros culturales. Hay que decir que fue un maestro generoso, como pocos. Alguna vez oí a un pupilo suyo quejarse de que se pasaba de barco en su laissez faire; usaba palabras más fuertes. Ah, la UNAM. El hecho es que sus herederos son bastantes y notables, empezando por Carlos Montemayor, uno que se le adelantó, quien con el tiempo adoptaría compromisos sociales impensables en su maestro.
En años que la ceguera lo comenzó a rodear, se creó una especie de cofradía de sus conjurados, los Calacas, que se reunían cada semana en la taquería La Lechuza, cerca de Ciudad Universitaria, en la mesa del humor irresistible del maestro. Mitigaban esa soledad que, a la vista de todos, pues fue un hombre público, siempre lo acompañó (y quien lo lea lo verá). Como todos, él sólo quería que lo quisieran.
Pero el romántico, melancólico, agudo poeta, dio para más. Por elección personal y sin timidez alguna, se hizo mesoamericanista cardinal. Polémico, pues confrontó a los arqueólogos principales (de Caso para abajo) y el trabajo de campo de El Chamaco Covarrubias, respecto de su interpretación del arte y el pasado olmeca, y escribió algunas de sus páginas más finas bien clavado en la iconografía mexica y olmeca, con una obsesión por el detalle casi, o más que borgeana, pues fue académica y científicamente real. Pertenece al pequeño grupo de autores que nos enseñaron a pensar en las civilizaciones originarias de otro modo, a ver a los indios muertos como seres vivos, allí donde los arqueólogos no se atreven, sólo escritores de verdad como Miguel León Portilla y Alfredo López Austin.
De los olmecas admite: Lo indudable es que alguna vez vinieron a salir en estas tierras; sin noticia de sus posible y necesarios antecedentes, los vemos, por eso mismo, surgir entre las marismas y las selvas, como un hongo pensante producido por una noche sin dimensiones. Y no obstante temieron, amaron, gozaron, padecieron (Hombres y serpientes, 1989).
No lo sepultarán bustos de mármol, letras de oro ni Obras Completas. Arrabalero y jugador en el verso, perfecto en el soneto moderno, y clásico como los clásicos, nos deja Fuego de pobres, Albur de amor, Siete de espadas y el sensacional logro que es El ala del tigre. Ya con eso.

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