Renacimiento apagado
Luis Linares Zapata
No bien iniciado el
sexenio de rutilantes escenarios para alentar la vida pública cuando,
después de varios apagones, pifias y varias actuaciones trilladas,
sobreviene el desencanto. No se sabe, por ahora, cuán prolongado llegue a
ser este momento de incertidumbre, pero las dudas, angustias y
requiebros cunden por doquier. No ha sido casual y menos aún indebida la
pausa que se abate sobre la débil esperanza de un renacimiento posible y
hasta facilón que, con repetitiva intensidad, difundió el oficialismo.
La serie de acontecimientos traumáticos se suceden uno tras otro en
inacabados capítulos que los medios se encargan de ensombrecer aún más
con sus grandilocuentes peroratas. De la misma manera en que escarban
con gazmoña sensiblería en las simplonas vidas de actores privados
ribeteados con heroicidades, también intentan sacar raja, aunque sea
temporal y poquitera, del abundante como vacuo discurso público.
No hay necesidad de enumerar hasta el detalle los sucesos que se han
desatado sin pausa ni concierto sobre un auditorio ya atiborrado de
anuncios espectaculares: preparativos para recibir grandes bendiciones
sabiamente programadas; valientes y eficaces acuerdos legislativos;
reformas inminentes que cambiarán vetustos paradigmas. Cada uno de tales
capítulos, qué duda, ha puesto su granito para la demolición de las
expectativas creadas con tanto esmero y cuidado. A lo mejor la nublazón
empezó con el desfile de miles de zapatistas allá por la lejana Chiapas
de las burocracias voraces y las malformaciones sociales aceitadas con
miles de millones de presupuestos federales que se han esfumado sin
dejar rastro. Lo cierto es que el lanzamiento, con bombo y
circunstancia, de la Cruzada Nacional contra el Hambre no mitigó
miserias y, menos aún, disolvió desigualdades. O tal vez fueron las
desorbitadas deudas de ayuntamientos y estados que, al cambio de
guardia, los nuevos titulares se ahogan en la sequía de circulante sin
que aparezca, hasta el día de hoy, algún responsable imputado siquiera
por megalomanía.Tal vez el tratamiento de la violencia, ninguneada por la línea dictada al aparato de convencimiento, ha ido levantado, tal como lo hizo en el pasado sexenio, inquietudes, zozobras y más sangre con el transcurso de los días. De pronto, la alarma cundió en la gran conurbación del país y la misma capital se inundó de cadáveres. De sopetón resucitaron inseguridades que, se pensó, habían sido sepultadas por el disimulo impuesto como estrategia. Y, por un momento al menos, lo que se había arrumbado mostró su trágica actualidad. La expedición violadora de turistas se topó, de nueva cuenta, con personas extranjeras cuyos defensores, desde ultramar reclaman, con toda razón, castigo a unos culpables que se esfuman entre la opaca ineptitud. A lo mejor, lo que ha metido ruido en la paz hogareña posterior a las navidades hayan sido los encapuchados de la Costa Chica guerrerense y sus retenes improvisados. El punto, discutible por lo demás, estriba entre priorizar la desesperación comunitaria frente a la incapacidad oficial en varias regiones para garantizar la sana convivencia.
Para concluir este intento de alertar –con la disculpa obligada por esta veloz narrativa– sobre algunos de los puntos álgidos del presente, no se puede evadir el escándalo y alarma ocasionada por la explosión en las oficinas centrales de Pemex. Hoy todavía no se tiene un recuento detallado de tan publicitado incidente. Las causas y, en especial, las responsabilidades (en el supuesto de negar un atentado) han quedado suspendidas en el vacío de las confrontadas averiguaciones. Las continuas exposiciones del secretario de Gobernación le han ocasionado raspones constantes que, más adelante, los habrá de resentir.
Mientras se espera algún apagón adicional, el oficialismo cupular se enzarza en fuertes litigios debido a intereses encontrados entre sendos grupos de poder. La revisión legislativa sobre amparo es un terreno minado donde el Ejecutivo federal puede claudicar ante la presión ejercida por los usufructuarios de las muchas concesiones públicas. No hay, por cierto, escapatoria ni atajos en la ruta hacia una efectiva y justa modernidad sostenible. Hay que decidir quién manda y, también, quién obedece en estos vaivenes políticos. Hay que calcular bien los montos para el financiamiento de las inversiones y el gasto públicos, indispensables para la marcha normal del Estado. Y, después, asegurar su recolección sin fugas o privilegios indebidos para unos cuantos. La retórica es sólo un coadyuvante del proceso y nunca la parte sustantiva del quehacer político.
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