martes, 21 de junio de 2011

Guatemala, un mundo por conocer.

Guatemala: un, dos, tres
Ciudades coloniales, mercados que emboban, un santo deshonesto o el templo del Gran Jaguar... Y regado todo con mucho ron

Para integrarse de manera presurosa y mundana en la cultura guatemalteca, tres son las premisas imprescindibles. Respondamos sin que tiemble la voz y como le gustaba a Billy Wilder. Uno: tomarse una cerveza Gallo. Dos: probar los muslos crujientes de pollo campero. Tres: beberse, y repetir, una copa de ron Zacapa.

Los tres son asequibles y su presencia es constante y acaparadora. Una vez cumplido el trámite, ya se puede decir que usted es medio guatemalteco. A ese sentimiento contribuye la euforia que aporta el ron, cuantos más se tome, más guatemalteco se sentirá. Es un ron excelente, para saborearlo sin miedo y sin hielo, de los que ayudan a sacar conclusiones brillantes.

Pero vayamos por partes. También son tres sus especialidades. Uno: Antigua. Dos: el Lago de Atitlán. Tres: el parque de Tikal.

Antigua
Nada más llegar, Antigua se declara, sin presunciones, como una ciudad colonial para recorrer a pie. Cuida tanto su esencia que los adoquines complican el paseo: conviene olvidar las chanclas y recorrerla con buen calzado.

Incluida desde 1979 en la lista del patrimonio mundial de la Unesco, Antigua es extremadamente turística, pero con sobrada justificación. Se conserva como una ciudad intocable. Transmite buenas sensaciones en sus plazas, hoteles que parecen museos, iglesias que asoman como reliquias y edificios coloniales, así como bares de fachada en desuso como el Café Flor, comercios y farmacias (¡atención a Roca!) de otro tiempo que aportan un punto de experiencia plástica a las fotos. Colorista y tranquila, da la sensación de ser un pueblo recién creado donde todo está en su sitio, incluidos los entrañables puestos de helados La Favorita, tan cremosos.

Entre zumos tropicales con chile y señales que anuncian "Alto. Una vía" ejerciendo de semáforos, se inicia la ronda de monumentos: en el parque central, en torno a una fuente con esculturas eróticas (y eso sí que es raro), la gente pasa el rato. El parque ejerce de punto de encuentro, y bajo la sombra de sus jacarandas descansan limpiabotas y jugadores de dominó a lo cubano. A un lado, porches y comercios; a otro, la catedral, muy reconstruida; y en una esquina, el palacio de los Capitanes, de 1558, con sus arcos inconfundibles.

Atención a la calle del Arco de Santa Catalina. Varios restaurantes ofrecen mesa. Para degustar un churrasco chapín (a los de Guatemala capital se les llama chapines) vale la pena la Posada de Don Rodrigo. Con el postre no hay duda: flan antigüeño o flan antigüeño.

Antigua tiene un gran número de edificios coloniales restaurados que dan una idea de su reputación. Todo ello dominado por la constante presencia del volcán Pacaya. Acaba siendo tan encantadora que hasta parece previsible.

Lago de Atitlán
Es muy complicado hallar mercado más colorista que el de Sololá antes de iniciar el descenso al lago. El torrente de colores y de olores es tan intenso, que uno da vueltas embobado, incapaz de comprar nada. Se necesitan varias rotaciones para entender este prodigio de vericuetos, sombrillas enclenques y un raudal de vendedoras sentadas en el suelo y enfundadas en trajes de hilo a cada cual más descriptivo. Guarda un punto de misterio: cada mujer viste como se hace en su aldea, y cada aldea tiene su sastre y sus colores, imposibles de descifrar para el forastero.

El lago de Atitlán es un accidente geográfico único. Un profundo lago hirviente rodeado de volcanes (Atitlán, Tolimán y San Pedro) y de pueblos. Es el más profundo en América Central. Llena una caldera volcánica formada en una erupción hace unos 84.000 años. Hasta los pueblos se accede en lanchas (se puede negociar precio). Son pueblos curiosos, independientes, llenos de ritos y artesanía, en los que el viajero puede moverse en tuc tuc (un carricoche entrañable y muy barato). Y en muchos casos no disimulan su rivalidad.

Panajatchel es el más turístico, no faltan bares ni diversión. Hay pueblos de pasado jipi que hoy son trincheras de molestos con el mundo. San Marcos, por ejemplo, parece un balneario donde entregarse a un eterno verano del amor. Una de las actividades más pintorescas es ir a Santiago en busca de San Simón (o Maximón), un sincretismo entre un santo católico y una deidad maya. Lo mismo sobrecoge que da risa. Intermediario entre Dios y el mundo, media en cosas buenas y deshonestas: su figura de madera que fuma y bebe ron (no es broma). Viste con traje y muchas corbatas. Igual se le pide dinero que desgracias para enemigos. En torno a su figura se bebe, se fuma, se reza y... se cobra por cada foto, por supuesto.

Tikal
Testigo de un turismo descomunal y de un mercantilismo ausente en el resto del país, Tikal resiste deslumbrando. Esta fascinante ciudad maya merece la pena y todo lo demás; responde a las expectativas que genera y satisface a todas las edades. La opción más manejada consiste en visitarla con guía. Un acierto para entender la envergadura de este determinante núcleo de la civilización maya, construido entre los años 200 y 850.

El templo del Gran Jaguar y el de las Máscaras se miran de frente mientras el turismo asiste embobado a tanta precisión arquitectónica. La Acrópolis Norte acumula pirámides más pequeñas, tumbas de los primeros señores de Tikal. Y todavía quedan cuatro templos y un puñado de sorpresas...

Conviene alojarse en Flores, una isla de la región de Petén muy cercana al parque, tranquila de día y desmelenada por la noche. Tiene restaurantes y fiestas donde alemanas bailan marimbas con suecos que a su vez chapurrean francés con canadienses. Todos ellos se sienten guatemaltecos, muy guatemaltecos. Llevan dentro las tres premisas imprescindibles y, si nos acercamos para preguntar, pese a la euforia, todavía saben lo que dicen: Uno: cerveza Gallo. Dos: pollo campero. Tres: ron Zacapa.

Si lo viera Billy Wilder...

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