Mar de Historias
La muerte de Virginia
Cristina Pacheco
“¿Qué demonios haces viendo el calendario?”, pregunta Ernesto. Amanda se vuelve hacia su esposo. Trémulo de furia, él no le da tiempo de contestarle y sigue protestando: “Al menos ponme atención cuando te hablo”. Amanda reacciona: “¿Qué decías?” Ernesto se anuda la corbata como si quisiera ahorcarse: “Que estoy harto. Otra vez se te olvidó pedir el gas. Tuve que bañarme con agua helada. Si me enfermo será por culpa tuya”.
Amanda le asegura que no volverá a suceder, que estará al pendiente. La promesa irrita más a Ernesto: “Siempre me lo dices y sin embargo a cada rato tenemos problemas por la misma razón. Todo se te olvida. Hoy fue el gas, la semana pasada mi tarjeta, el otro día las llaves, el domingo el coche. Una persona tiene que estar loca para no acordarse en dónde lo estacionó… Y mira, no pongo más ejemplos porque no terminaría, pero te advierto una cosa: lo que te sucede no es normal”.
Ella se defiende recordándole que él también comete omisiones. Ernesto la desarma con un argumento impecable: “Sí, pero no todos los días, como tú. Desde que nos casamos me di cuenta de que eres muy distraída, pero cada vez empeoras. En tu caso vería a un médico”.
Amanda lo ve dirigirse a la puerta, pero no se acerca a darle la bendición y el beso, como acostumbra cuando se despiden. Está resentida con Ernesto aunque reconozca que en parte él tiene razón al impacientarse por sus fallas.
Tal vez serían menos frecuentes si borrara tantas fechas que tiene en la memoria. Cada una corresponde al año en que murieron sus abuelos, padres, tíos, primos. La capacidad de retención de Amanda es inmensa y sin embargo por la mañana, apenas se levanta, se dirige al calendario y lo consulta para comprobar que no se equivoca en algo que para ella es sagrado.
Tiene clasificados los meses. Llama “tristes” a los que en sus fechas la remiten a pérdidas dolorosas. Para compensarse hace el cálculo de qué edad tendrían ahora quienes murieron tiempo atrás. Por ejemplo sus padres. Por coincidencia ambos eran de l937. Habrían alcanzado los 74 años en marzo y en abril. Debido a la proximidad de los onomásticos, en la familia acostumbraban juntar las celebraciones en una sola comida.
Los meses “bonitos” son los que no le guardan recuerdos tristes. Hasta hace tres años junio estaba impoluto de muertes. Ahora hay un círculo rojo que marca el día en que murió su hermana menor, Virginia. De no haber sido porque se enamoró de Irineo Melgoza, Virginia cumpliría 28 años el próximo diciembre. En eso estaba pensando hace un rato mientras veía el calendario. Ernesto no pudo imaginárselo ni recordó que por estas mismas fechas Virginia fue sepultada, víctima de Irineo.
II
Nunca pronuncia ese nombre, pero le basta con recordarlo para sentir odio. Su rabia se acrecienta al pensar que tal vez Irineo esté viviendo muy tranquilo, al lado de otra mujer, sin que nadie sospeche que es un asesino. De qué otra manera se le puede llamar al hombre que a base de golpes y malos tratos acabó con Virginia.
Antes se la llevó a vivir a una colonia lejana. Enseguida la sacó de trabajar en un salón de belleza con el pretexto de que le quedaría muy lejos de su nueva casa. Además –dijo Irineo durante una comida dominical– necesitaba que ella lo ayudara en su taller de bolsas y sobre todo tenerla cerca para que le diera más ánimos en medio de una situación económica tan difícil.
Amanda notó algo extraño en la mirada de su hermana y esa tarde, al despedirse, le preguntó a Virginia si estaba de acuerdo con el cambio. “Sí, pero me da tristeza separarme de mis compañeras del salón. Llegamos a ser muy amigas”. Amanda le respondió que no se pusiera trágica, podía invitarlas a su casa o verlas en algún café.
Al cabo de un mes Irineo y Virginia empezaron a espaciar su presencia en las comidas que organizaba Amanda y a las que asistía la familia de Ernesto. Él encontró muy natural que los recién casados quisieran disfrutar solos algunos de sus días libres. Amanda quedó tranquila cuando un domingo se presentaron Irineo y Virginia: él con un cartón de cervezas y ella con unos inmensos lentes negros que la hacían parecer sumergida en una pecera. “Es que el Sol está muy fuerte y no quiero que tan pronto me salgan patas de gallo”. Irineo le acarició el hombro como si se tratara de una mascota: “¡Vanidosa! Eso es lo que eres”.
Amanda se agarró del comentario para salir de dudas: “Vicky, desde la última vez que te vi hasta hoy te noto muy delgada. No me digas que estás a dieta”. Irineo se adelantó en la respuesta: “Como lo dicen todo el tiempo en la tele, a mi mujer se le ha metido en la cabeza que la gordura es mortal. Le recuerdo que debe alimentarse y no me hace caso, pero hoy sí va a comer, ¿verdad mi vida?” Como autómata Virginia tomó la cuchara y la hundió en la sopa. Amanda notó que la mano de Virginia temblaba. No hizo comentarios, pero a la tarde siguiente, cuando habló por teléfono con su hermana, le preguntó a qué se debía el temblor: “A que tengo los dedos cansados. Pegar los adornos no es fácil y como son tantos los que fijo en un día…”
A las pocas semanas, después de la comida, Irineo le informó a Amanda que durante un tiempo él y su mujer dejarían de presentarse los domingos: “Necesitamos trabajar los siete días porque estamos pensando en comprarnos un terrenito antes de tener familia”. La madre de Ernesto se emocionó: “Los felicito de antemano. Y a usted, ¿qué le gustaría que fuera: niño o niña?” Irineo se volvió sonriente hacia su mujer: “Mi esposa y yo recibiremos con gusto lo que Dios quiera mandarnos, pero me encantaría que nos llegara una mujercita. Las niñas son más cariñosas, más dóciles”.
Virginia abrió la boca, como si no pudiera respirar, se le salieron las lágrimas y escapó al baño. Todos se inquietaron. Amanda quiso ir tras ella, pero Irineo la detuvo: “Déjala solita. Vicky está bien. Lo que sucede es que se emociona mucho cuando piensa que pronto tendremos una hija”.
Ante el recuerdo de aquellas escenas, Amanda se maldice por no haber sabido interpretar las señales que le trasmitía su hermana con su delgadez, el temblor de las manos, la inapetencia y aquella sonrisa que era más un gesto de dolor que de alegría.
III
La noche de aquel domingo Amanda sintió más viva la inquietud por su hermana y consultó a Ernesto: “¿Crees que Vicky sea feliz? Él le dijo que sí. A leguas se veía que Irineo la adoraba. “A lo mejor, pero la controla demasiado”. Ernesto reconoció que el carácter de Irineo era fuerte y que por ser 11 años mayor que su esposa a veces se comportaba en forma autoritaria. Amanda no quedó conforme y le reveló a su marido el verdadero motivo de su preocupación: “Creo que Vicky hizo mal casándose con un hombre al que apenas conocía, sin saber nada de él. No sé por qué tengo la impresión de quiere separarla de nosotros para siempre y de que la maltrata”.
Ernesto sonrió: “¡Cómo serás de exagerada! Sólo porque Irineo quiere trabajar más para comprarle un terreno a tu hermana piensas que es un mal tipo. En cuanto a Virginia, siempre ha sido medio tristona, callada. No quieras meterte en todas sus cosas y déjala vivir su vida.”
Amanda pensó que, como siempre, Ernesto tenía razón. Se juró a sí misma mantenerse a distancia de su hermana menor, no atosigarla llamándola todo el tiempo y haciéndole preguntas acerca de su matrimonio. Cumplió el juramento hasta que encontró nuevos motivos de inquietud en una conversación telefónica.
Lo recuerda muy bien. Fue el 21 de junio, un día antes de su aniversario de bodas. Amanda llamó a Vicky para recordárselo e invitarla con su esposo a la misa y luego a cenar en un restaurante. Su hermana sólo la felicitó con voz enrarecida y Amanda no pudo refrenarse: “¿Lloraste?” La respuesta fue demasiado vehemente: “No, no, para nada. Lo que sucede es que están fumigando el edificio y el líquido que usan me congestiona la nariz. Además, ¿por qué habría de llorar? Estoy contenta. Irineo me trata bien y quiere que cuanto antes tengamos un hijo. Ya sabes: se muere por que sea una bebita”. “¿Cuento con que vienen mañana, verdad?”
Virginia dijo que sí, pero no se presentó en la iglesia. Amanda la llamó varias veces a su casa hasta que al fin le contestó una voz femenina: “Si usted es la hermana de Vicky, entonces venga. Ella murió. Vine a dejarle una ropa. La puerta estaba abierta. Entré y la hallé tirada en su cama”.
Por la autopsia, Amanda supo que Vicky había fallecido a causa de traumatismos múltiples. Los vecinos no dijeron nada. Ninguno escuchó golpes ni gritos, ni súplicas ni gemidos. Sólo oyeron el automóvil de Irineo que esa mañana muy temprano abandonó el edificio.
Le resulta increíble que hayan pasado tres años desde que murió Virginia. La atormenta pensar que ella buscó la muerte por miedo a tener una hija que al crecer pudiera encontrarse a un hombre como Irineo.
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