MAM: neomexicanismos
Teresa del Conde
¿Neomexicanismos? debiera ser visitada por todos los nacionales y extranjeros interesados en el campo artístico, aunque no residan en esta ciudad. Es un sine qua non para introyectar un fenómeno que, con consabidos antecedentes, tuvo su máxima vigencia en los años 80 y principios de los 90 del siglo pasado.
Las secuelas se prolongan en la actualidad, pero el tiempo pico es el que quedó concretado. Es un ejemplar trabajo llevado a cabo por el propio equipo curatorial del museo, capitaneado por Josefa Ortega y Abel Matus. El adecuado diseño museográfico la agiliza sin “genialidades” e invenciones que distraigan de una temática múltiple.
No todos los artistas que la integran pertenecen a lo que fue en su tiempo algo así como una modalidad colectiva, cuyos representantes prototípicos serían, tal vez, Javier de la Garza, Dulce María Núñez, Elena Climent, Froylán Ruiz, Ismael Vargas, Adolfo Riestra y Silvia Ordóñez, entre otros. Digamos que existieron entonces unos “neomexicanismos” no sólo conscientes, sino propositivos, que al generar repercusión crearon su propia retórica.
Otros artistas, como Xavier Esqueda, Enrique Guzmán y Julio Galán fueron desde sus inicios, exploradores de la nostalgia; Nahum B. Zenil, tanto antes como después, manifestó con valentía su propia idiosincrasia como mexicano y como artista gay, admirador además de Frida Kahlo con cuya efigie se autorretrató en no pocas ocasiones.
Observar la exposición depara la reaparición escénica de varias obras bien conocidas que ahora se muestran en el contexto temporal que les fue propio, alcanzando una dimensión que tuvo antecedentes en exposiciones de los años 80, como la ideada por Eloy Tarcisio como curador del Museo de Arte Moderno, durante la época en la que lo dirigió Jorge Alberto Manrique, y como la titulada Lo mexicano de lo mexicano.
No se intentó reunir obras de excelencia dentro del terreno de las manifestaciones identitarias, aunque indudablemente las hay, comenzando con la que abre la exposición: el autorretrato de Julio Galán como charro –su cara rematando un telón de feria pintado con minucia– que es ejemplo del mejor kitsch que se ha producido en México o como la efigie de El Santo, que semiesconde la faz de su autor: Xavier Esqueda, enmarcado de acuerdo con diseño del propio autor, mismo que compagina con el marco de la única obra del conjunto que desde mi punto de vista no encaja dentro de los neomexicanismos: Reina Riki, de Alberto Gironella.
En una vitrina en la que se exhiben calendarios de Jesús Helguera, charolas con anuncios de cerveza Corona y Carta Blanca, una con “retrato” de Pedro Armendáriz, objetos varios que dan pauta sobre la proliferación de adminículos hechos en serie, acordes con pinturas, tridimensionales y fotografías exhibidas.
El rubro que ilustra las raíces ancestrales está representado por 11 caparazones de tortuga espléndidamente decorados por Francisco Toledo, a los que se suman pinturas de su autoría que son del acervo del museo, como lo es también un hermoso cuadro de Sergio Hernández de 1990.
En alguna medida, mediante el acervo fue que los curadores exploraron y pusieron en relieve un lapso de la historia artística mexicana del siglo XX que intentó con ironía, sentido crítico, sagacidad, irreverencia y hasta con reverencia, la posibilidad de glosar una mexicanidad necesitada de reinvención, inserta en el cariz posmoderno de aquellos tiempos.
Los organizadores y desde luego el director, Oswaldo Sánchez, se hicieron de importantes préstamos: pintura, escasas esculturas, artesanías, videos; fotografías espléndidas, como las de Gerardo Suter y Eugenia Vargas (de su serie Barro), las de Armando Cristeto o las de la marcha gay de Yolanda Andrade, todo entreverado e integrando apartados que no delimitan fronteras netas, cosa que se agradece porque a veces la intención de formular rubros precisos conspira contra la mejor visualización de lo que se exhibe.
Pieza emblemática es el ya legendario Libro bandera de Adolfo Patiño. En parte existe y se conserva por haber sido premiado en Aguascalientes en 1983, a cuyo museo pertenece. Produce escalofrío el que se haya incluido su Autorretrato en Mictlán, a partir de ilustraciones anatómicas.
Le está vecino un atractivo cuadro de Arturo Elizondo, Paso de Cortés, proporcionado por la Galería OMR, aunque quizá la pieza pictórica (no me refiero a otros medios) más relevante, atendiendo a factura y a iconografía, sea Sálvanos, de Alejandro Colunga. Es a la vez burda y soberbia. La Guadalupana hace su aparición en el infierno para salvar a los condenados. Es necesario que el libro que retendrá como memoria esta muestra se publique durante su vigencia.
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