miércoles, 15 de junio de 2011

Jorge Semprún.

Jorge Semprún

Arnoldo Kraus


Los supervivientes tienen obligaciones. Obligaciones impuestas por una condición no elegida. Todo superviviente es testigo, de sí mismo, de quienes murieron y de las acciones de sus verdugos. Ser testigo obliga. Sus testimonios no borran el mal pero al menos lo denuncian. Los verdugos procuran el silencio. Sus proyectos genocidas, sus acciones asesinas, sus propósitos de desaparecer a las víctimas triunfan cuando impera el silencio. Al lado de la muerte los genocidas labran proyectos de olvido. Olvido es silencio.

El testigo impide el triunfo del mutismo y aminora la impunidad. Cada genocida preso es un pequeño logro. Todo testimonio es vital: de Auschwitz a Ruanda; de Ratko Mladic y las atrocidades cometidas contra los musulmanes en Srebrenica hasta los miles de desaparecidos por Pinochet; de Luis Lala Pomadillo, el migrante ecuatoriano que sobrevivió a la matanza en Tamaulipas en 2010 hasta las guerras sucias y las guerras abiertas por los duopolios políticos-narcotraficantes como hoy sucede en México. Jorge Semprún fue testigo del mal.

Semprún nació en Madrid en 1923 y murió hace pocos días en París, ciudad que lo acogió desde temprana edad como exiliado. Durante la Segunda Guerra Mundial participó como miembro de la Resistencia y en 1943 fue apresado por los nazis y enviado al campo de Buchenwald, de donde fue liberado dos años después. En 2010, cuando rondaba los 87 años, leyó, con motivo del 65° aniversario de la liberación del campo de concentración El archipiélago del horror nazi, discurso donde evoca la memoria y la liberación del campo.

En ese discurso, su último discurso, alertó nuevamente al mundo contra la evidencia del mal. Fue una especie de continuación de las palabras de Baudelaire que utilizó como título del primer capítulo de su libro Adiós, luz de veranos, “Tengo más recuerdos que si tuviera mil años”.

Ese discurso fue también una suerte de compromiso con él mismo, con su historia como testigo de la barbarie nazi y con los jóvenes que le pedían que no dejase de escribir, “Nuestros padres nunca nos quisieron hablar de los campos, siga escribiendo porque es la única manera de romper el silencio de nuestros familiares”. Con la muerte de Semprún finaliza uno de los últimos baluartes del valor de la memoria viva, de la memoria narrada por la piel de la persona.

Quienes lo conocieron y quienes lo han leído coinciden: el meollo de la obra de Semprún es su lucha contra el mal. Entre La escritura o la vida (Tusquets, 1995) y su liberación del campo de Buchenwald transcurrieron casi cincuenta años, tiempo necesario para restañar sus heridas, tiempo indispensable para hablar sin atentar contra su propia vida. La culpa de los supervivientes es una culpa que sólo ellos pueden entender.

Ese libro es fundamental para comprender la historia del siglo XX. El libro es un testimonio escrito a partir de la memoria de la muerte y contra la muerte ordenada desde las oficinas de los verdugos: “No poseo nada salvo mi muerte, mi experiencia de la muerte, para decir mi vida, para expresarla, para sacarla adelante. Tengo que fabricar vida con tanta muerte. Y la mejor forma es con la escritura“; en él alerta contra el olvido: “Desde hacía dos años, yo vivía sin rostro.

No hay espejos en Buchenwald. Veía mi cuerpo, su delgadez creciente una vez por semana, en las duchas”; reflexiona acerca de la muerte: “Era la muerte la que canturreaba, sin duda, en alguna parte de los cadáveres amontonados. La vida de la muerte, en suma, que se hacía oír”; explora su condición de testigo: “…me dije que por lo menos en Buchenwald habría aprendido eso, a identificar los múltiples olores de la muerte. El olor del humo del crematorio, los olores del bloque de los inválidos… el olor a cuero y a colonia de los Sturmführer S.S.”.

Semprún fue testigo del mal. Alertó contra él. Alertó contra la desertificación de la Terra Ethica. Alertó contra el totalitarismo nazi y contra la ceguera del comunismo, motivo por el cual fue expulsado del Partido Comunista. Le preocupaba que no se oyesen las voces de los testigos, “Están desapareciendo los testigos del exterminio… los testigos desaparecen… ¿Sabe usted qué es lo más importante de haber pasado por un campo? ¿Sabe usted que eso, que es lo más importante y lo más terrible, es lo único que no se puede explicar? El olor a carne quemada”.

Sobrevivir para que el mal no triunfe. Sobrevivir para que el olvido no entierre a la memoria e impedir la victoria del silencio. Sobrevivir y hablar no como destino sino como necesidad. Sobrevivir y contar como obligación.

Algunos supervivientes tuvieron que escoger entre el silencio de la vida y de la cotidianidad contra el lenguaje, en ocasiones mortal, de la escritura. Quien sobrevive a los genocidios programados –musulmanes en Srebrenica, judíos y gitanos en los campos de concentración nazis, tutsis en Ruanda– y habla o escribe, no impide nuevas matanzas pero siembra conciencia y obliga. Como lo hizo Semprún.

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