Barcelona tiene dos caras: la de día y la de noche"
Rodrigo Díaz. su debut literario fue el el año 2000, cuando se autoeditó en Chile La taberna del vacío, que vendió varias ediciones; le siguieron dos novelas más, una de ellas, El tridente de plata, premiada en España. Hace diez años se instaló en Barcelona, dispuesto a triunfar en la ciudad de los editores, y para sobrevivir ha desempeñado los más variopintos trabajos, pero lo ha conseguido: en El peor de los guerreros (Los Libros del Lince) narra las historias oídas a sus mayores en el desierto de Atacama, donde vivía. Hoy Rodrigo es taxista, trabaja de seis de la tarde a seis de la mañana, y guarda en el salpicadero las notas de las historias y personajes que esta ciudad le ofrece y que se irán convirtiendo en personajes.
Hace diez años publiqué mi primer libro, La taberna del vacío, y con el dinerillo que gané me vine a Barcelona a probar suerte con la literatura.
Y acabó de estibador de aviones.
... Y de albañil, montador de estructuras metálicas colgado a 30 metros del suelo; cuidé de una tetrapléjica a cambio de casa y comida, fui camarero, jardinero y aparcacoches de la Casita Blanca, de la que me sorprendió su arquitectura interior.
Ya.
Una vez abollé un coche. Su propietario estaba aterrorizado, no sabía como explicárselo a su esposa. Resultó que la Casita Blanca tenía mentiras bien montadas para esas ocasiones. Iba mucha gente a todas horas.
Ya.
Y venían los maridos furiosos en busca de su señora, pero había muchas puertas por las que escapar. Aluciné con aquel trasiego de cuerpos, un día una amante, al día siguiente otra; y a todas: "¡Cuanto te quiero!".
Hábleme de usted.
Me crié con mi abuelo, personaje central en mi vida que me enseñó a verlo todo con mucho humor. "Imagina el charlestón", me decía, y se ponía a bailar con una escoba; "tú coge al gato, que es un buen bailarín". Aprendí que siempre todo lo que puedas entregar a los otros es poco.
¿Y sus padres?
Me crié con la dictadura: viví tiroteos, detenciones, desaparecidos, torturas..., convivía con la muerte. Mis padres eran del partido comunista. Los veía poco, hasta el punto de que a los cinco años le pregunté a mi abuelo aterrorizado: "¿Quién es esa mujer que quiere abrazarme?"... Era mi madre.
¿Cuántos años vivió en el desierto?
Toda la niñez con mi abuelo y luego, cuando mis padres se separaron y mi padre se instaló en Atacama, iba y venía de Santiago de Chile, no soportaba la ciudad.
Pues ha acabado en una ciudad.
Barcelona me parecía la ciudad de los buenos editores y de gran cultura. Pensaba que no iba a estar a la altura, que aquí el nivel intelectual era muy superior al de Chile, que podría ver muchos programas culturales en la televisión.
Pues la realidad es otra.
La mía también: doce horas sentado conduciendo un taxi. Poco a poco se me fue transformando el cuerpo y agriando el carácter. Todo me sorprendía: esas ancianas a las que casi ningún taxista coge porque hay que subirlas, lo que te lleva cinco minutos, luego bajarlas: cinco minutos más. Y todo por una carrera de tres euros y medio.
¿Perdió la amabilidad?
No, yo cojo a todo el mundo, y trabajo de noche. Barcelona tiene dos caras: la gente de día y la de noche. Es una de las ciudades con mayor prostitución de Europa.
¿Muchos locales de alterne?
Muchísimos, y con las ferias se llenan. Luego se llevan a una o dos prostitutas a los grandes hoteles. Los puticlubs son una mina para nosotros: nos dan 80 euros por cliente cuando de media en una noche nos sacamos 40. He vivido cosas increíbles.
Cuénteme.
Llevé a una inglesa que no recordaba dónde se hospedaba. Se iba quitando ropa y lanzándola por la ventana. La primera vez paré y la recogí, luego desistí. Cuando por fin encontramos su hotel bajó totalmente desnuda.
El taxi le debe de nutrir mucho.
En el salpicadero llevo mi cuaderno y voy escribiendo. En mi próximo libro contaré todas esas cosas que me sorprenden conduciendo de noche, como por ejemplo la actitud de algunos policías.
No es al único que sorprenden.
Una noche vi pasar por el Paral·lel, a toda velocidad, con la sirena puesta y saltándose semáforos, a una patrulla. Decidí seguirlos.
¿Dónde iban tan deprisa?
A cenar. En otra ocasión cometí una infracción y fui a parar junto a un coche de los Mossos, dos chavales. Pensé que me iba a caer la gorda, pero no me habían visto, estaban muy entretenidos con sus narices.
Grave acusación.
De noche mucha gente anda mirándose la nariz en el retrovisor. La plaza del Nou, en la Zona Franca, es como un parking hasta los topes de compradores de coca. Es un espectáculo, una especie de supermercado.
¿Y no detienen a nadie?
A algún taxista, sobre todo si es pakistaní, porque el cliente, al ver el peligro, tira en el taxi la papelina. En general veo una persecución racial contra los árabes, el "vete a tu país" es bastante habitual.
Lo que me cuenta parece una película.
A mí me sorprende que algunos policías estén de cachondeo. En las patrullas suelen ir parejas mixtas y a algunos les gusta bromear. En cuanto ven las prostitutas africanas por la Rambla ponen la sirena, ellas empiezan a correr y ellos se parten de risa. Lo he visto con mis propios ojos.
Usted que ve de todo, ¿cómo somos?
Nos dejamos llevar por las apariencias y nos encasillamos unos a otros sin sentido. En general, veo mucho egoísmo.
¿Esta es la realidad que retrata?
Mis novelas son muy optimistas, no lo puedo evitar. Creo que de niños somos alegres y despreocupados, luego oscurecemos, y en la vejez, con suerte, volvemos a tomarnos la vida como un juego. A mí me gustaría mantener esa visión sin el paréntesis de esa madurez mal entendida.
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