La espiritualidad de Borges
José Cueli
Después de haber sufrido una oclusión en la arteria de la retina (rama temporal superior del ojo derecho) que me trataron espléndidamente en el Hospital de la Ceguera de Coyoacán, la relectura del vidente ciego Jorge Luis Borges en el 25 aniversario de su muerte, me llevó a resignificar la lectura de El Aleph y quedarme en calma y silencio, en otro mundo. En esa relajación en que la conciencia se retrae, volviéndose espiritual, ensanchando los sentidos que se afinan y recorren el interior de una literatura fluyente y desprendida que sirve de intermediaria y nunca se erige en absoluto.
Borges, como Dante, bajó a los infiernos buscando a Beatriz, en una literatura siempre diferente, siempre nueva. Así, en El Aleph. ¿Habrá alguna vez un punto del universo desde el cual el universo mismo (somos nosotros mismos) pueda ser abrazado en su totalidad? Se pregunta Antonio Tabucchi y se contesta: “El hecho de haber ubicado un lugar privilegiado y absurdo en el sótano de un destartalado edificio de la periferia de Buenos Aires, destinado a ser demolido por los bulldozers del implacable crecimiento urbano, me parece un hallazgo genial.
El extraordinario y emotivo mar infinito, en el cual el personaje del cuento, tendido sobre el pavimento desnudo del sótano con el ojo pegado al periscopio milagroso de ese submarino ebrio a través del cual tiene acceso a todo lo cognoscible, a todo aquello que existe y que ha existido. Sus aspiraciones son las más ilusorias, las más ambiciosas, las más patéticas, las más inanes de todos nosotros los hombres, es decir, recuperar mediante la memoria aquello que ya no es nuestro; infancias pasadas, amores perdidos, sentimientos desvanecidos, y comprender finalmente todo aquello cuya comprensión no nos es dada”.
En un mundo en el que el objeto pierde cada vez más su significado en favor de la palabra que indica el propio objeto; en un mundo en el que la palabra (el concepto, lo virtual) está volviéndose más real que aquello a lo que esa palabra se refiere; es un mundo que para Tabucchi se despoja de entidad física, porque ésta pertenece sólo a las clases más ínfimas y concentra su poder sobre el hecho de la “descorporeización” para convertirse únicamente en una gigantesca y monstruosa red de palabras y de informaciones que sólo servirán exclusivamente a quien sepa manejarlas.
Así un tanto de pasada, El Aleph acepta no sólo el concepto de lo estético, sino también el de lo espiritual. No se trata de algo que pretenda un papel muy esencial, muy central, sino lateral, ligado a la acción literaria que es lo que importa que se ocurra, que se haga real en el espacio y tiempo de la lectura de un libro. El espíritu en El Aleph, alarma, suena a demasiado trascendente, incluso a evaporación, a humo. El espíritu nunca existe separado del cuerpo, siempre estará inmerso en él, dentro de él. Sólo la carne tiene espíritu. Allí donde el espíritu asoma, podemos estar seguros de tropezarnos enseguida con una carnalidad real y verdadera.
Leer a los clásicos, leer a Borges, lectura abierta a los tiempos, es estar presente, es presenciar, testimoniar algo –un misterio–, algo evidentemente muy oscuro para todos, pero lleno de luz originaria, arcaica, de muy honda olvidada legitimidad; algo que ni siquiera parece dedicado a los lectores.
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