Mar de Historias
Devoción
Cristina Pacheco
Las flores a los pies de la imagen empiezan a marchitarse. En cambio sigue viva la confianza de Rosenda en que San Judas Tadeo le hará por lo menos alguno de los milagros que le pidió el jueves en la atestada iglesia de San Hipólito: “Que Rafael deje de tomar. Que Jeremy siga con los estudios. Que Andrea se reconcilie con su esposo. Que mi suegra no se venga a vivir con nosotros, porque entonces sí…”
Rosenda empleó palabras más sentidas cuando le llegó el turno de hablar en favor de su hija Paulina: “Santito de las causas desesperadas, hazme el milagro de que Pau encuentre un trabajo de a de veras y pueda renunciar al que tiene ahora.” Una familia indígena encabezada por un ciego la distrajo y la llevó a imaginarse las muchas cosas que el invidente le pediría al santo.
Antes de seguir con su imploración Rosenda dudó acerca de si debía explicarle a la imagen sagrada en qué consiste el trabajo de Paulina. Venció sus pudores la posibilidad de que, entre tantas demandas, San Judas se confundiera la suya y optó por ser franca: “Para atraer clientes, Paulina se pasa ocho horas a la entrada de una ferretería vestida con camiseta y shorts que llevan en la parte de atrás, sobre el trasero, la frase con que el dueño quiere distinguirse de los otros que hay en la calle: “Aquí tenemos la mejor tuerca para su tornillo”.
Se escuchó una campanada. Rosenda la tomó como señal de que su voz había alcanzado las alturas celestiales. A partir de ese momento sólo era cosa de esperar la realización de los milagros. Imposible que todos ocurrieran al mismo tiempo. Se conformaba por lo pronto con uno: que al día siguiente, viernes de quincena, Rafa no llegara a la casa ebrio y sin dinero.
Con los ojos húmedos, aliviada de sus penas, Rosenda se persignó y se abrió camino hacia la puerta luchando contra las filas de menesterosos. Al pasar junto a ellos vio sus caras, adivinó los motivos de su angustia y la urgencia de acercarse al santo. Lo bueno es que ella había llegado al templo antes, cuando aún quedaban espacios libres frente al altar. Desde allí pudo ver los pliegues en la túnica verde de San Judas.
II
A las afueras del templo iban llegando ríos de fieles. Rosenda se conmovió ante la expresión tierna con que un muchacho conducía a la enferma que de seguro era su madre. Rosenda siguió caminando a contracorriente de la multitud que entraba en el templo. Notó algo distinto a otros años: la mayoría eran adolescentes de cabello erizo y brazos tatuados, parejas muy jóvenes, mujeres solas: todos unidos por la misma expresión amarga.
En los alrededores del atrio los comerciantes de reliquias, golosinas y flores daban a la avenida un ambiente de feria. Rosenda se detuvo ante el puesto en donde una anciana de cabellos blanquísimos, atados con un lazo verde, pregonaba: “Llévese un sanjuditas. Lléveselo…” Rosenda eligió el más pequeño: “¿Cuánto?” “Treinta y cinco… bueno, se lo dejo en treinta”. “¿Será tan milagroso como aquel?”, preguntó Rosenda señalando hacia una figura mucho más grande. La anciana le respondió enérgica: “Lo que cuenta es el tamaño de la fe y no cambiarla por nada”.
Para demostrárselo sacó de entre sus ropas –una sucesión de prendas luidas y deslavadas– una medalla. La besó y volvió a dejarla caer sobre su pecho: “Aquí donde la ve, tan chiquitita, me hizo un gran milagro: Alfonso ya camina”. Un cliente se acercó a comprar un rosario. Apenas recibió la paga, la vendedora se guardó el dinero: “Aquí estoy nada más los días 28, pero me va bien.” Rosenda le preguntó quién era Alfonso. “Mi hijo. Estudiaba computación. Por las mañanas tempranito se iba a la escuela y en la tarde salía conmigo a vender gelatinas. En una de esas un coche lo atropelló y casi le rompió las piernas. Estuvo en el hospital más de 15 días. Cuando salimos, el médico me dijo que me resignara porque Alfonso iba a tener que andar por un buen tiempo, o tal vez para siempre, en silla de ruedas”.
Rosenda pensó en Jeremy. Que se negara a concluir la secundaria era mucho menos trágico que verlo discapacitado. Sintió alivio y simpatía por la vendedora, que sin imaginarlo la descargaba de la preocupación por su hijo. En agradecimiento y por verdadero interés preguntó por los alcances milagrosos de la medalla:
“Cada noche, cuando Alfonso se dormía, yo le pasaba esta medallita por sus piernas mientras le suplicaba a San Judas que lo hiciera caminar. Semanas y meses y todo seguía igual. Desesperada, se lo conté a Chuyita, mi vecina. Ella se ofreció a prestarme una Santa Muerte grandísima que tiene en un altar. Dijo que si la ponía junto a la cama de Alfonso, de seguro iba a ampararlo bajo su manto blanco. Estuve a punto de tomarle la palabra. No lo hice. Seguí pasando la medallita por las piernas de mi hijo. Como al año Alfonso empezó a caminar con muletas y ya no las usa. San Judas fue muy bueno conmigo porque no perdí la fe en mi medalla y eso que es bien chiquita”.
Convencida, Rosenda le entregó los 30 pesos a cambio de la figura. La vendedora sacó de una cubeta un ramillete de flores: “Póngaselas a San Juditas para que esté contento”.
Apenas llegó a su casa, Rosenda sumergió los claveles en un vaso de agua, se acercó al altar doméstico y puso la estatuita recién adquirida en medio de una corte de vírgenes encabezada por la Guadalupana.
Tuvo miedo de que ella y las demás se sintieran disminuidas y en adelante le negaran su protección. “La única que tengo en esta vida”, pensó. Para evitarse problemas les reiteró a todas, en especial a la Virgen de Guadalupe, el agradecimiento que les guardaba por haberle concedido en tantos momentos difíciles su intercesión.
III
Rosenda arranca los pétalos marchitos. Le gusta que los claveles recobren su frescura y sonriendo mira a San Judas. Aunque pretenda ignorarlo, reconoce que se ve muy pequeño, perdido casi entre las ocho vírgenes de bulto. Llegaron al altarcito en otros tantos momentos de crisis familiar: cuando ella estaba embarazada de su primer hijo y Rafa se enredó con una vecina; cuando a Jeremy se le bajaron las paperas a los testículos; cuando Paulina tuvo el accidente que le dejó una marca en el mentón; cuando le robaron los dólares que le mandó su hermano Getulio desde Ohio; cuando su suegra se fracturó una mano; cuando se les inundó la casa; cuando Rafa, borracho, se cayó de un andamio; cuando a ella iban a quitarle su trabajo en el taller de costura.
A los poderes de esas ocho vírgenes, desde el jueves pasado Rosenda sumó los de San Judas Tadeo. Él también ha ascendido al sagrario doméstico en un momento trágico: a la hora en que Rafa está a punto de hundirse en el alcoholismo, Jeremy sigue desdeñando la oportunidad de estudiar, Paulina corre el peligro de prostituirse y Andrea se la pasa en amoríos peligrosos en vez de reconciliarse con su marido y tener hijos antes de que ya no pueda hacerlo.
Al repasar esa lista de problemas, Rosenda se siente desmoralizada. ¿Cuántas otras imágenes tendrán que llegar a su casa antes de que ella logre resolver siquiera uno de sus conflictos? Su pregunta la avergüenza y la llena de temores. Para disculparse con San Judas Tadeo le jura que está dispuesta a seguir confiando en él, pero le pide otra señal de que la ha escuchado. Si no se la manda tan pronto como desea, ella sabrá esperar. Después de todo son muchos los prodigios que le pide a San Judas y cada día son más las personas que ya tan sólo tienen fe en sus milagros.
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