El dilema actual de la sociedad mexicana
Enrique Calderón Alzati
La masacre cometida en días pasados en Noruega tiene varias lecturas posibles, todas desde luego siniestras; una de ellas es la proclividad a la violencia máxima por parte de algunos individuos de la especie humana, proclividad que debería haber sido erradicada para siempre luego de las grandes tragedias del siglo XX causadas por el odio y la irracionalidad ejercida por quienes teniendo acceso a las armas y al control de éstas hicieron uso de ellas para destruir y asesinar a sus semejantes, incluyendo a víctimas inconscientes del peligro que se cernía sobre ellas. En el contexto actual, resalta desde luego la naturalidad de este asesino para justificar su crimen, dando una serie de razones por las que más que sentirse culpable, se considera como una especie de héroe o paladín de una causa, que está por encima de cualquier otra consideración. Ello nos dice mucho del grado de trastorno mental al que pueden llegar algunos individuos hoy en día.
Las recientes declaraciones del jefe de la Armada de México, orientadas a poner en duda las acciones de los organismos civiles que hoy están buscando cambiar los escenarios de violencia en los que nuestro país se encuentra inmerso, constituyen una respuesta desafortunada a las denuncias publicadas por La Jornada en días pasados, respecto al comportamiento violento e injustificado de infantes de marina que en los estados de Tamaulipas y Nuevo León se han venido dedicando a secuestrar, a desaparecer y amenazar a miembros de la población de regiones cercanas a la frontera con Estados Unidos, siguiendo un comportamiento errático e inexplicable, denuncias que nos presentan una vez más los riesgos implícitos en el uso de las fuerzas armadas para hacer frente a un problema cada día más grave, pero limitado al ámbito propio de la sociedad civil. Seguramente para el hombre que hoy desgraciadamente dirige al país y a quien está obligado a servir el jefe de la Armada se trata de unas noticias más, como tantas otras, que están generando probablemente “algunos daños colaterales” adicionales a los ya conocidos, originando más protestas que les son molestas y a las cuales es necesario neutralizar.
Lo que el Presidente y sus colaboradores del gabinete de seguridad se han negado a entender es que los miembros de las fuerzas armadas han sido entrenados y preparados para defender el territorio nacional frente a fuerzas extranjeras, por lo que su comportamiento tiene como objetivo la destrucción de las “fuerzas enemigas” y en ningún momento la de ponerse a investigar el nivel de riesgo que esas fuerzas representan.
En los ámbitos de la sociedad civil, por lo contrario, ningún individuo, aun cuando éste sea sorprendido cometiendo un delito, puede ser castigado, y menos dañado físicamente, sino ser puesto ante la justicia, con un expediente que amerite su detención y su castigo, garantizando siempre sus derechos humanos, para evitar entre otras cosas lastimar física o moralmente a quienes resulten ser ajenos a los delitos imputados. Este es el error que todos los días y en todas partes del país vienen cometiendo quienes hoy gobiernan, protegiéndose en el “hecho”, reconocido sólo por ellos, de que nos encontramos “en estado de guerra”. Sin embargo, en este caso este error conforma por sí mismo un delito, y un delito grave, porque en la realidad no existe ningún estado de guerra con país alguno, y el uso de las fuerzas armadas tiene una normatividad establecida por la Constitución, precisamente para asegurar que estas cosas no ocurran.
El delito específico que en lo personal considero ha sido cometido por el señor Felipe Calderón, con implicaciones directas en la muerte de miles de individuos, está tipificado en el ámbito internacional como genocidio, si bien no es posible imputar aspectos de racismo o de algún otro tipo de odio, sino irresponsabilidad y seguramente trastornos mentales de su parte, razón suficiente, por cierto, para ser inhabilitado por el Congreso, que al no hacerlo ha incurrido en una forma de complicidad. La conducta es similar a la del director de un hospital que ante un paro o la simple ausencia o incapacidad de sus cirujanos, llamara a los electricistas y demás personal de mantenimiento a hacerse cargo de los quirófanos y de la intervención quirúrgica a los pacientes; la diferencia radica, desde luego, en el agravante que existe en el caso real, de los enormes atractivos que representan para un militar, al igual que para un agente de seguridad, los ofrecimientos de recursos económicos que el crimen organizado puede hacerle, sobre todo cuando no existe una formación ética adecuada, tal como los hechos demuestran en cientos o quizás miles de casos en que esos servidores han decidido cambiar de bando, sea de forma abierta o encubierta.
Esta, desde luego, no es la razón única de que nuestros gobernantes parezcan estar respaldados por ciudadanos que piensan como ellos, pues también está el hecho anunciado por el propio Presidente de los extraordinarios aumentos de recursos financieros dedicados a equipar a las fuerzas de seguridad, así como al Ejército y la Armada, con lo cual se han abierto enormes posibilidades de negocios a los mercaderes de armas, aspectos que también debiera ser responsabilidad del Congreso investigar.
El dilema al que el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad valientemente encabezado por Sicilia y otros distinguidos luchadores sociales nos ha llevado es el de decirnos cada uno de nosotros si debemos darles nuestro apoyo o dejar que las políticas de seguridad sigan conduciendo al país por senderos de destrucción y muerte, y que el Presidente siga pensando que su lucha se justifica por sí misma y que sus causas están por encima de la sociedad, de los derechos humanos de los mexicanos y de la Constitución.
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