lunes, 25 de julio de 2011

Cuando la verdad necesita escolta..

Cuando la verdad requiere escolta
Por: Carolina Gutierrez


El peligro de morir haciendo un trabajo digno. Mujeres periodistas que arriesgan la vida para reclamar justicia. Mujeres que sufren las amenazas de corruptos y gobernadores y que, en ocasiones, ponen el riesgo su vida por el derecho fundamental a la libertad de expresión. Lydia Cacho, periodista mexicana, es una de estas mujeres, una mujer que pone por delante la verdad y deja de lado, siempre que puede, el miedo.

Cacho, al igual que otras y otros periodistas en el mundo, vive una pesadilla. Su día a día en México es tortuoso. El relato de cómo el pasado jueves 14 de julio tuvo que salir de su propia casa escoltada por la Policía Federal, después de confirmar que un sicario quería acabar con su vida, estremece al más duro. “Tuve que salir escondida y subirme a un avión para venir a España”. Pese a las amenazas, la periodista reconoce que “se aprende a vivir con esa tensión” e insiste en que “la vida sigue”. “No es fácil, pero el trabajo que hacemos es útil y necesario. Tenemos que echar un poco de imaginación para elaborar reportajes en condiciones adversas”, asegura Cacho. La amenaza constante y el odio “de algunos” a la verdad como rutina. “Vivir con el miedo se convierte en una forma de vida. He perdido amigos, no quiero viajar con familiares”, sostiene.

La emoción se dispara en la sala de la Universidad Menéndez Pelayo cuando Cacho narra con mas detenimiento los hechos. “La primera llamada es la que nunca se olvida, quien anuncia la muerte lleva días para hacerme saber que mi destino está sellado por su sed de venganza”. Antes de esa llamada telefónica y antes de ese email, “las intimidaciones eran algo etéreo, algo ajeno. Algo que les sucede a otros y a otras”. Esa voz que advierte y pide silencio tiene la virtud de sorprender a quién recibe la orden, y muchas veces recuerda que “somos” simplemente humanos.

“La paradoja se convierte en el eje central de mi vida, por que debo mantenerme en una guardia constante, cubriendome las espaldas, guardándome ante una patrulla policiaca o militar, salto ante cualquier sonido que se parezca a un disparo, donde, tal vez, se esconda el mismo sicario que mató a mis compañeros en Colombia o Honduras”. La importancia, entonces, es la de denunciar al militar o gobernador corrupto, rompiendo el silencio.

La Fundación Lydia Cacho trata exactamente de evitar que esto siga curriendo. El objetivo de la fundación es proteger y ayudar a todas aquellas personas que dan un paso al frente para denunciar la corrupción, la impunidad y la vulneración de los derechos humanos. Pretende, con esta iniciativa, poner en valor la actitud de estas personas, símbolo de lucha de la sociedad y expresión de un destino que transciende su individualidad, ya que al cambiar el ritmo de sus vidas ayudan a cambiar el rumbo de la de los demás.

En esta línea, Cacho denuncia la “connivencia” del Estado mexicano y de los medios de comunicación “monopolísticos” en su país para silenciar ciertos aspectos de la lucha contra el narcotráfico. “Los reporteros que no aceptamos ese acuerdo estamos en una gran guerra contra la hipocresía. Mandan un mensaje a la sociedad, cuando los narcotraficantes tienen el poder de la mitad del país”, argumenta la periodista. Para defender esta idea, Cacho indica que 26 ciudades mexicanas están “dominadas” por los militares, lo que supone que el Ejército “controla” a las policías civiles y provoca “una ausencia” del Estado de Derecho en una buena parte del país. “La censura es brutal. Tenemos que documentar también qué está haciendo el Ejército. Lo más peligroso para un reportero es hacer periodismo de investigación local en su propio país. A su propia gente”, explica emocionada.

“Evoco los días en los que la muerte era un futuro incierto”, se lamenta Cacho. La muerte se convierte en una consigna. Superar el dolor se convierte en una de las tareas fundamentales de los y las que viven amenazados, de aquellas personas que han publicado el crimen y la corrupción a pesar de los riesgos. “Por todas ellas, desde Camboya, pasando por Irak, Uganda y Kenia. Todas lo hicimos para conjurar la muerte, para poder contar lo que sucede y así expulsar el sufrimiento de nuestro cuerpo, de nuestras pesadillas y salir de la cárcel de la que nos encerraron y soltar las cadenas que nos ataron para exigir que no habláramos”, dice con énfasis la reportera. Toda está situación hace que las personas que lo sufren obtengan una lección “que no se aprende en las escuelas de periodismo”, que es el estrés postraumático y sus consecuencias. El gasto de vivir bajo amenazas cambia las prioridades, lo que antes se gastaba para ir al cine o cenar fuera, ahora va dirigido a pagar abogados. “Lo que aprendí como reportera de investigación es a dignificar y proteger a las víctimas que entrevisto, a ser testigo de su historia para que el mundo se entere y se indigne”, subraya Cacho.

De todas formas, recuerda que es “complicado” hacer periodismo bajo amenazas y cuenta cómo para escribir el último libro que ha publicado tuvo que acudir disfrazada a algunos de sus encuentros para evitar sufrir “daños”. Además, recalca que “una vez que entiendes que tu vida está en juego y conoces quién quiere hacer callar tu trabajo”, la autocensura no tiene lugar. “Cuando sobreviví a la tortura y salí de la cárcel, tomé la decisión de que no iba a dejar de hacer mi trabajo. Creo que lo que hago es útil y ahí está la prueba, con un tipo en la cárcel y varios muy asustados”, agrega. Lydia Cacho ha aprendido a ser una superviviente y a comprender, por muy triste que suene, que el estado crítico que provoca sentir cerca la muerte, la hace más sensible al buen periodismo, pero también, a veces, la expone demasiado.

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