viernes, 1 de julio de 2011

El Decamerón.

De bordos y bordes
José Cueli


La bella y artística Florencia conoció en 1346 el hambre y la desolación. Los habitantes de Neza viven, una vez más, el desbordamiento del Bordo de Xochiaca y sus aguas nauseabundas. Bordo que es borde de la muerte; materia casi putrefacta, descenso a los infiernos, a las oscuras entrañas. Los habitantes de Florencia vivían que las cosechas eran poco abundantes en esos años.

Las guerras habían ocasionado un empobrecimiento general. Los comerciantes cerraban sus tiendas y no pagaban las deudas. Un gobierno democrático, representado por la Señoría”, tuvo que pagar a precio de oro el grano para que los florentinos pudieran comer.

En todas las épocas la historia nos brinda sus lecciones. En Florencia, Bocaccio describe el terror de la ciudad; los panaderos dieron en hacer un pan tan malo, elaborado con el trigo que les daban y que ellos se robaban, que aunado a la insuficiencia de otros víveres, repercutió severamente en la salud de los florentinos.

Las cifras de mortalidad se elevaron en tal proporción que la “Señoría”, para contener el pánico de sus gobernados, dispuso que no se tocasen las tradicionales campanadas de las iglesias en los funerales y entierros, disponiéndose éstos para la media noche. ¡Inútil precaución! Cuando el hambre había mellado la salud de la mayoría de la población, se presentó la famosa peste negra, que a mediados del siglo XIV mató aproximadamente a 25 millones de personas en Europa.

Bocaccio describe, en páginas de horror, los dramas cotidianos. Al primer síntoma todos huían de la casa y quedaba el enfermo agonizante esperando la muerte. En los cementerios se abrían grandes fosas, donde se arrojaban a diario los cadáveres que se cubrían con leves capas de tierra para dar paso, al día siguiente, a más cadáveres.

Lo curioso es que producto de esa gran conturbación se hicieron grandes capitales, entre los comerciantes y acaparadores de cereales, los boticarios, los usureros y los “paneros” que tenían telas negras (utilizadas para confeccionar atuendos que supuestamente prevenían del contagio de la peste). Mientras la peste negra hacía sus estragos sobre la población, el Estado veía sus arcas exhaustas y los acaparadores, aturdidos, se sumergían en largas orgías.

Bocaccio, después de describir los espantosos cuadros producidos por la peste, comienza sus encantadores relatos del Decamerón. Los nuevos ricos entran en apogeo.

Mientras de las guerras, (como siempre sucede), brotan las epidemias y la prostitución, entre otros males, la vieja aristocracia cae en desgracia, arruinada y muriéndose de hambre, ya antes de la aparición de la peste; en su lugar emerge una legión de comerciantes y aventureros que se enriquecen, contrastando con el pueblo enflaquecido y hambriento que termina por estallar en indignación. Pedían aumento de salarios y reparto de trigo. La Hacienda en pleno déficit y ahorcada por los banqueros internacionales a quienes debía, no podía dar al pueblo lo que demandaba. Luego, los desórdenes callejeros se trocaron en motines terminando en una revolución sangrienta.

Al otro lado de la tragedia se encuentran los relatos del Decamerón, de cien narraciones contadas en 10 días por siete mujeres y tres jóvenes, en los cuales se da rienda suelta al placer y al erotismo. La belleza ocultando silenciosa la memoria de la muerte. Desmezcla de pulsiones, compulsión a la repetición freudiana tras la cual se oculta el instinto de muerte, aunque se maquille de tintes eróticos.

Utópicas nos parecen ahora las palabras de Bocaccio al inicio de su premio en el Decamerón: “Humana cosa es tener compasión de los afligidos; y esto, que en toda persona parece bien, debe máximente exigirse a quienes hubieron menester consuelo y lo encontraron en los demás”. Quizá por ello Bocaccio nos describe la atrocidad de la guerra, la enfermedad y la avaricia en un intento por conmovernos ante la aflicción humana ignorando que los humanos somos cada vez más sordos a estas lecciones. ¡Ay Neza!

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