sábado, 2 de julio de 2011

Hemingway, la fiesta ha terminado.

Hemingway, desde Pamplona hacia la tumba


Este es un texto sobre el escritor poco antes de que resolviera morir, hoy hace exactamente 50 años, al agarrar una escopeta como quien sale a cazar. Su presa fue él mismo


El 2 de julio de 1961, temprano por la mañana, Hemingway se pegó un tiro en la boca con una escopeta. Se levantó la tapa de los sesos.

“Bien hecho“, comentó Juan Belmonte al conocer la noticia de la muerte de su amigo el escritor. El gran torero, que meses después también se suicidaría, sabía por qué lo había hecho. El código de ambos preveía en que se llega a un punto en que no da para más, en que no vale la pena seguir viviendo. Como decía el viejo torero de Muerte en la tarde, “la vida es un duro camino y al final esta la tumba”. Y así hay que tomarlo.

Pero, ¿en el mayor momento de gloria, a un hombre que pasó su vida desafiando la muerte, que sobrevivió a dos accidentes de aviación, ganador del Premio Nobel y del Pulitzer, qué lo llevó a quitarse la vida? Se habló de “problemas de salud mental“; concretamente, de que estaba loco.

Puede que sí, puede que no. También hay que darle algún crédito a la leyenda; y al propio Ernest Hemingway y a Belmonte. El escritor lo dijo en varias entrevistas a periodistas y lo puso, palabras más palabras menos, en boca de sus personajes de cuentos y novelas que repetían que cuando uno no puede follar, beber, pelear, escribir, lo mejor que puede hacer es pegarse un tiro en la boca.

Por qué no creerle a Hemingway. Quizás fue perdiendo de a poco esas capacidades y simultáneamente enloqueciendo. Y ni esto último; consciente de sus limitaciones físicas e intelectuales y con todas las botellas “escondidas” por prescripción médica, ese 2 de julio, de hace 50 años, madrugó en su casa de Idaho, agarró una escopeta y salió como quien sale a cazar, como él solía hacerlo tantas veces por las verdes colinas de África.

Medio siglo después, al cumplirse su aniversario, aquel magno escopetazo recobra notoriedad y con esta lo hacen diferentes historias, ciertas e inventadas, sobre la vida y la muerte del “ viejo” escritor que, visto a la distancia, murió bastante joven y por su propia voluntad.

Aniversarios

Por estas fechas, además son varios los aniversarios que de una forma u otra tienen que ver con el escritor norteamericano. Hace dos años, en Pamplona, festejaron el cincuentenario de la última visita de Hemingway a la ciudad y su última participación en la fiesta.

Fueron los Sanfermines del año de 1959, los del Verano peligroso, también lo último que escribió y público en vida Hemingway, relatando la rivalidad entre los diestros Antonio Ordóñez y Luis Miguel Dominguín.

Pero esta historia empieza seis años antes, cuando Ernest Hemingway, en 1953, por primera vez después de la guerra civil vuelve a España. Habían pasado 14 años. También vuelve a Pamplona y a los Sanfermines, a los que no iba desde 1931.

“Un huésped muy contento”

A mitad de camino entre Pamplona y San Sebastián, en la falda de la sierra de Aralar, está el pueblo de Lekunberri. A unos 34 kilómetros de Pamplona si se sale de la A 15 unos cientos de metros y se trepa por la sierra, llegará hasta el Santuario de San Miguel de Aralar, pero si se sigue hacia el llano y se toma por la calle principal del caserío se toparán con Hotel Ayestarán.

Ese fue el lugar elegido por Hemingway para hospedarse, junto a cinco amigos, a partir del 6 de julio de 1953, y dio como domicilio, según lo registró en el libro correspondiente con su propia letra, el Hotel Florida de Plaza del Callao de Madrid. Ese fue uno de sus dos cuarteles, el otro fue el célebre Hotel La Perla en la Plaza del Castillo, en Pamplona, para su penúltima fiesta de San Fermín, la octava después de haber pasado 22 años sin venir a los encierros.

Tres días antes de la llegada del novelista, otro personaje ilustre había ingresado al Ayestarán: el príncipe Balduino de Bélgica. No se sabe quién recomendó el Ayestarán a Hemingway. Orson Welles fue otro de los huéspedes famosos del hotel, quizás haya sido él, o puede que a él se lo haya recomendado el escritor.

Ciertamente, Hemingway la pasó bien allí. Bebió mucho y comió bien, como siempre, y hubo que conseguirle bebidas y comidas especiales no previstas en la carta. Trajo amigos y hasta armó más de un alboroto que motivó quejas de otros huéspedes.

Tiempo después, Hemingway envió una foto tomada por él del frente del edificio del hotel, con su firma y la siguiente leyenda: “Al Hotel Ayastarán de un huésped muy contento”.

Un punto de partida

Por esos días, exactamente el 10 de julio de 1953, Hemingway conoció a Antonio Ordóñez, hijo de Cayetano Ordóñez, El Niño de la Palma, a quien el escritor había querido y desquerido y sobre quien había escrito mucho durante su anterior época en España. La noche de ese día, el torero y el novelista cenaron en el Hostal del Rey Noble, el restaurante más conocido por Las Pocholas, de las hermanas Guerendiáin, que estaba ubicado en el Paseo Sarasate 8, a pocos metros de la Plaza del Castillo. Muy cerca también de donde se ubica hoy un nuevo Las Pocholas, en el Hotel La Perla, en el 1 de la Plaza del Castillo, entrando y bajando la escalera o directamente por la calle Estafeta. Esa noche nació una amistad cultivada los años siguientes y que pesó luego en las crónicas para un Verano Peligroso.

Esas crónicas le fueron encargadas y muy bien pagas por la revista Life. Publicadas por entregas y reunidas en un libro, fue de lo peor que escribió Ernest Hemingway. Es que ya no podía escribir; entregó artículos demasiados largos, tres y cuatro veces mas extensos de lo que se había comprometido, no podía resumir -él que era especialista- y hubo que ayudarlo.

Trabajó en ello muchos meses durante el año 60 en La Habana. Como consecuencia de dos accidentes de aviación sufridos en África cinco años antes, después de aquella visita a España, se melló su físico y su mente quedó algo embotada de tanto leer los cientos de necrológicas apresuradas que le habían dedicado. Por orden médica, no podía tener relaciones sexuales ni beber. Estaba comenzando a morir.

Lo había empezado a hacer, despacio, de la misma forma que bebía sus daikiris en el bar Floridita de La Habana. En 1960 no se sintió con fuerzas para ir a Pamplona y canceló pasajes y reservas. Lo mismo hizo en 1961. Lo enterraron el 7 de julio de este año, el día de San Fermín, cuando empieza la fiesta. Pero él había resuelto que su fiesta ya había terminado.

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